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RECOGIENDO LOS PASOS

Semana
13 de marzo de 1989

Una señora me detiene en la calle. Converso con ella, bajo este sol radiante que está haciendo en Bogotá, durante unos minutos y recostado a la pared de una esquina.
-Usted me asusta - dice ella, a quemarropa.
-No me sorprende- le digo, en broma-. Las madres les dicen a sus hijos que, si siguen comiendo desaforadamente, se van a poner como yo.
La señora, que tiene el pelo entrecano y es empleada de un supermercado, se ríe a mandíbula batiente. Me gusta. Quiero mucho a la gente que tiene sentido del humor.
-No es eso- dice ella, agitando las manos-. Digo que me asusta lo que escribe.
Ahora sí me quedo patidifuso. Me pongo serio porque no le entiendo. Ella se extiende en una explicación compleja, como si estuviera presentando sus excusas. A nuestro lado un hombre vende cigarrillos y caramelos de menta.
-El otro día- comenta la señora - usted dijo en la revista que los muertos salen a recoger sus pasos. Esas cosas me dan mucho miedo.
-Porque no nació usted a orillas del río Sinú -le digo-. De lo contrario, sabría usted que un muerto es lo más natural del mundo. Los muertos hablan con la gente.
Ahora es ella quien me mira con la boca abierta. Parece sinceramente confundida. Improvisa una despedida, me tiende la mano y luego cruza la calle, devorada por el tráfico frenético. Yo me quedo pensando un rato, compro dos caramelos y sigo mi camino.
Recuerdo que cuando yo era niño, en San Bernardo del Viento, el señor Sofán vivía a unos pasos de mi casa. Era un árabe silencioso, con bigote de mosquetero, y vestía siempre un camisón, una especie de balandrán de algodón, una cotona sin cuello y con tantos botones como una sotana . Calzaba chancletas todo el día. El pelo blanco le caía en motas alrededor de las orejas, como si se tratara de un guardafangos.
El señor Sofán y mi abuelo Abdalah se sentaban por la tarde cuando empezaba a soplar la brisa fresca, con dos taburetes recostados al marco de la puerta. Hablaban y cantaban en árabe.
Canciones tristes. Recuerdo una:
Ma fi jada... Ma fi jada...
Wéino jábili el-elb...
La gente del vecindario los escuchaba atónita. "Ahora si" decía Eliud Vargas, "se volvieron locos los dos viejitos: ya no se les entiende ni lo que cantan".
El señor Sofán tuvo toda la vida la ambición de comprarse una mesa de billar. Pero como el destino es así de irónico, sólo pudo conseguirla un mes antes de morirse. A partir de entonces, como la cosa más elemental, la gente lo oía cantar con mi abuelo en la puerta de la calle, y un año después de fallecido los que pasaban por el pretil de su casa, al anochecer, oían el golpe de las bolas. El señor Sofán salió a recoger sus últimos pasos. "Adiós señor Sofán", le gritaban las mujeres desde la calle, con la tranquilidad más grande del mundo. "Adiós, mijita", contestaba él, vestido con la túnica blanca de los muertos.
Mi abuela María Abdalah parecía una matrona biblica. Moño recogido en la nuca. Ojos azules transparentes. Se pasaba el día entero, con una totuma en la mano, recorriendo las nidadas de patio, tanteando a las gallinas y recogiendo los huevos frescos. Murió una mañana resplandeciente de febrero. Sus nietos la seguimos viendo en el patio, envuelta en el viento, contando huevos. "Buenos días, abuelita" le dije una vez. Ni se inmutó.
"Después de muerta -le comenté a mamá- la abuelita se ha vuelto como grosera; ya no contesta ni el saludo". Mamá me dijo: "No se trata de eso. Es que los muertos no pueden hablar antes de las seis de la tarde".
Mi compadre Nojordita, que era gallero y parrandero, siguió yendo a la gallera, todos los domingos, después de muerto, a pelear sus animales de riña. Nadie se asombraba. Pero terminaron por prohibirle la entrada porque armaba unas peloteras descomunales, diciendo que los vivos son muy tramposos para apostar.
Caballero me cuenta que en su tierra, por allá en las montañas caucanas, a los difuntos les ponen en el ataúd una tapa de limón para que se lubriquen los labios la muerte tiene la mala costumbre de cuartear la boca. De manera, señora mía de la esquina bogotana, que no hay nada de estrambótico en que los muertos salgan a recoger sus pasos a hablar con sus amigos, a quejarse de su soledad.
Espíritu Julio, que vendía patacones en la puerta del cine, y que se murió con más de cien años decía con sabiduría: "Lo malo no es morirse. Lo malo es la cantidad de tiempo que uno dura muerto".
A mi me parece, apreciada señora, que como están las cosas en nuestra época, lo natural es la muerte. Lo que asombra es que aún sigamos vivos...

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