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Reforma agraria

La falta de una reforma agraria, o por lo menos de una parodia como la de la revolución mexicana, ha sido la mayor causa del crecimiento de la violencia rural

Antonio Caballero
3 de febrero de 2007

Propone Carlos Lleras de la Fuente en su habitual columna de El Nuevo Siglo lo siguiente: "Como a la gente hay que creerle, si alguien dice que tiene mil hectáreas, son mil; si el Codazzi revisa la medición y resulta que son 1.500, se trataría de un caso de ocupación ilegal de baldíos nacionales que no habría ni siquiera que expropiar pues legalmente no existirían para el aparente propietario". Y concluye su artículo haciendo una pregunta: "¿Hay alguien capaz de defender mi propuesta, que sigue en pie?".

Yo defiendo su propuesta.

(Un paréntesis: tanto han cambiado las cosas en Colombia de manera, digamos, subterránea, sin que nos diéramos cuenta, en los últimos veinte años, que Lleras de la Fuente sólo puede escribir hoy en el periódico del viejo laureanismo militante; y que yo comparto las opiniones de Lleras de la Fuente. O por lo menos una).

Defiendo su propuesta por sensata. De llevarse a cabo esa reapropiación de las tierras ilegalmente ocupadas por los latifundistas, el Estado dispondría de tierras suficientes para la mil veces prometida reforma agraria que nunca se ha hecho aquí; y de empezar a ser cobrados a su debido precio esos impuestos prediales que nunca han pagado los latifundistas, el Estado tendría los recursos financieros necesarios para consolidar tal reforma respaldando con créditos, o incluso con subvenciones, a los nuevos propietarios, volviéndola duradera. Y, en consecuencia, pacificadora.

Porque, claro está, todos sabemos que las redistribuciones de la tierra suelen ser costosas desde un punto de vista estrictamente economicista, que es el que siempre guía a los ministros de Hacienda o Desarrollo de este país, siempre con un ojo puesto en el Banco Mundial y el otro en el Fondo Monetario. Y sabemos también que repartir la tierra les quita poder electoral a los grandes hacendados que, de modo desproporcionado con su peso económico (y, por supuesto, demográfico), controlan el Congreso, las gobernaciones, las alcaldías. Pero vistas desde el ángulo social y político, las reformas agrarias producen en todas partes la reducción de la violencia. La precondición necesaria para el desarrollo económico y la subsiguiente introducción de la democracia política en los países del sureste asiático fue una reforma agraria. De las transformaciones de Allende en Chile o de Velasco Alvarado en el Perú lo único que dejaron intacto las dictaduras posteriores fueron las respectivas reformas agrarias. Regímenes tan distantes y opuestos en el espectro ideológico como el franquismo español y el maoísmo chino coincidieron sólo en una cosa: redistribuir la propiedad (o, en el caso chino, el control) de la tierra para garantizar la paz social.

En Colombia eso es sabido empíricamente por todo el mundo: por los politiqueros y por los finqueros. La falta de una reforma agraria, o por lo menos de una parodia de reforma agraria como fue la de la revolución mexicana, ha sido la principal causa eficiente del crecimiento de la violencia rural (anterior al dinero del narcotráfico que puede alimentarla ad infinitum). Pero aunque eso es sabido, aquí nunca se ha hecho una reforma agraria. Y en cambio se han hecho dos contrarreformas agrarias: la de los narcos, que compraron a precio de oro las haciendas de los terratenientes tradicionales; y la de los paras, que usurparon por la fuerza las fincas de los pequeños campesinos y las tierras comunales de los negros y de los indígenas (porque aquí todavía no ha cesado la Conquista).

Por todo lo anterior defiendo la propuesta de Lleras de la Fuente: considero que una reforma agraria es necesaria. Pero, a diferencia de lo que él pregunta, no creo que sea "capaz" de defenderla, como no es capaz tampoco él mismo. Porque "ser capaz" no consiste en atreverse a proponer algo, sino en tener el poder efectivo para lograrlo. Y no lo tengo, como no lo tiene tampoco él. Aquí el poder de las instituciones del Estado, desde la Presidencia de la República hasta la Superintendencia de Notariado y Registro, pasando por el Congreso, es de los señores de la tierra: señores, literalmente "de horca y cuchillo", como rezaba la frase ritual del feudalismo. Y los poderes no institucionales pero ciertos, tanto el de los paras (o de sus sucesores llamados emergentes: Águilas Negras y demás) como el de la guerrilla, están así mismo ligados al control (aunque ilegal) de la tierra.

Para ser "capaces", como pide Lleras de la Fuente, de hacer cambiar las cosas, hay que votar por otra gente.

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