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AURELIO SUAREZ Columna

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Relaciones USA-Colombia: de república bananera

El cambio del halcón Trump por la paloma Biden traerá para sus neocolonias –fuera de alguna agenda nueva en medioambiente, tecnología y otras– el canje tradicional de big stick a carrot (garrote a zanahoria) como con Reagan a Clinton o con Bush a Obama.

Aurelio Suárez Montoya
30 de enero de 2021

Se discute sobre la relación del gobierno de Biden con el de Duque, y en la Cancillería repiten la frase de cajón: “Tenemos una alianza histórica entre los dos países”. Sí, historia en la que la superpotencia ordena y Colombia obedece, de república bananera, precisamente la categoría mencionada por George W. Bush a propósito de la turba trumpista y la toma del Capitolio en rechazo al resultado electoral. Desde 1900 Estados Unidos “convirtió la acción militar en el principal mecanismo de dominación en el Caribe y Centroamérica”, cuya máxima expresión de intervencionismo fue la separación de Panamá de Colombia en 1904, y volvió normal –diez veces hasta 1932– el uso del gran garrote de Theodore Roosevelt (García-Peña, 1994).

Estados Unidos buscó, además, la expansión económica con compañías petroleras y empresas bananeras de la mano del Departamento de Estado y con el crédito público que en 1928 ya sumaba en Colombia 217 millones de dólares en tiempos de la “prosperidad al debe” (Avella, 2007). Las concesiones Barco y De Mares se entregaron a Rockefeller e inversionistas gringos (Villegas, 1994), y la United Fruit creó un enclave en el Magdalena donde recurrió a la masacre con complicidad gubernamental.

La avanzada contó con el colaboracionismo de los gobiernos conservadores de los primeros 30 años del siglo XX, guiados por la máxima de Marco Fidel Suárez: “Mirad a la estrella del Norte” (respice polum) vuelta regla para gobernar a Colombia y retomada por los liberales con Olaya Herrera, que prometieron “desarrollar una política financiera de orden y economía” para atraer los mercados, en particular los de Estados Unidos (J. F. Ocampo, 1980). La Banana Republic fue forjándose a la medida de Washington en conchabanza con dirigentes de los dos partidos, tanto que López Michelsen dijo: “La corrupción empezó en Colombia con la United Fruit Company” (E. Santos Calderón, 2001).

El país ha visto pasar sinnúmero de misiones made in USA desde la Kemmerer en 1923, políticas agrícolas y educativas elaboradas en universidades norteamericanas, desiguales tratados de comercio e inversión, endeudamiento sin tasa ni medida, devaluaciones y revaluaciones según dicta la FED, alineación en la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra Fría, Alianza para el Progreso y Tiar, neoliberalismo y el Consenso de Washington; hasta el Plan Colombia, violencias políticas y paramilitarismo con armas en buques bananeros porque “Washington quería reducir la violencia en Colombia” (Frechette, 2017), dictadura, Frente Nacional y revolcón, acuerdos con el FMI y dictados del Banco Mundial, “buenas prácticas” de la Ocde, concesiones mineras y petroleras, privatizaciones a la barata, desnacionalización del aparato productivo, inútil guerra contra las drogas y glifosato, injerencia en la justicia, la fuerza pública y la política social, y zonas de despeje y acuerdos de paz supervisados.

Colombia se moldeó al antojo del Tío Sam –que absorbe el néctar con pitillos o a porrones según le convenga– como inicua criatura: uno de cada tres pobladores se considera pobre, tiene el mayor desempleo de Suramérica (Cepal-2020-3T), el agro arruinado, la economía desindustrializada, estancada y proveedora de bienes primos, una posición internacional vulnerable y un ‘dolarducto’ instalado por donde sale más dinero del que entra.

El cambio del halcón Trump por la paloma Biden traerá para sus neocolonias –fuera de alguna agenda nueva en medioambiente, tecnología y otras– el canje tradicional de big stick a carrot (garrote a zanahoria) como con Reagan a Clinton o con Bush a Obama. En realidad lo novedoso ha sido la alineación de bandos nacionales con las facciones políticas en el Norte en tan deslucido espectáculo que el embajador Goldberg pidió “no involucrarse en las elecciones de Estados Unidos” (SEMANA) y donde no importa lo que “los gringos digan o quieran sino de cuán capaces seamos de sacarle provecho a las condiciones creadas a partir de sus lineamientos” (García-Peña, 1994) en un traslado al plano bilateral del nefasto tipo ¿cómo voy yo?

Además del cuadro de despecho de Iván Duque con llamada en espera desde la Oficina Oval, el mosaico de deshonrosas lagarterías contiene el ¡Hola! de Uribe y Pastrana a Trump en Mar-a-Lago recién posesionado; al embajador Pacho Santos engrudando afiches trumpistas o al Centro Democrático desplegado con la colonia paisa en Florida. Pero también los gritos criollos ¡Ganamos! con el triunfo demócrata y a Gustavo Petro en el clímax: “El programa de Biden es de la misma estirpe del de Colombia Humana en 2018”. Thanks, Mr. Petro!

A contramano, muchos pensamos como un conocido empresario: “Tenemos que dejar de ser los idiotas útiles de los países más desarrollados” (Mayer, SEMANA). ¿Quién, sin cálculo politiquero, nos representaría? ¿Quién que piense en futuras generaciones más que en próximas elecciones?

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