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Reseña de un corrector de pruebas

Mustio se levanta el día de su cumpleaños y decide darse el regalo de una virgen, pero luego el día de su cumpleaños se convierte en su víspera

Semana
31 de octubre de 2004

Cuando conocí a García Márquez yo acababa de publicar un artículo venenoso sobre Noticia de un secuestro. La reseña se llamaba 'La paja en el libro ajeno', y en ella, más que meterme con la sustancia del libro, le criticaba sus erratas factuales, ortográficas. Los gazapos eran tantos que yo me preguntaba si no me habría tocado un ejemplar de la edición pirata (pues también esa vez hubo, de inmediato, en este paraíso de la ilegalidad que es Colombia, una edición pirata).

Recuerdo muy bien que después de un rato de conversación sobre los motivos de aquellos lapsus, García Márquez miró al grupo de los contertulios, me apretó el brazo al tiempo que decía, "esto no lo oigas tú" (que era la mejor manera de que yo no me perdiera ni una sílaba), y con una sonrisa lejana declaró: "Lo que pasa es que en Colombia no hay críticos, sino correctores de pruebas". Hubo una carcajada de aprobación a la que me uní resignado. Creo que en mi caso tuvo razón al decir esto, y por eso hoy, una semana después de haber escrito sobre la palabrota del título, quiero referirme, más como corrector de pruebas que como crítico, a su conmovedora Memoria de mis putas tristes.

'Conmovedora' es más un adjetivo de lector romántico que de corrector de galeras, y es uno de los pocos que me voy a permitir. La novela (o más bien el cuento, o la novella, para decirlo en el italiano que tanto le gusta al protagonista), es conmovedora porque su narrador, Mustio Collado -apodo que le ponen sus alumnos por los versos de un poeta sevillano-, lo es. El tema del viejo no verde, sino reverdecido, que se enamora al final de sus días tiene en García Márquez, desde El amor en los tiempos del cólera, un poder evocador y un toque melancólico tan bien logrado, que aquí parece como un eco más -que no sobra- de aquella gran novela.

Yo no quería leer esta Memoria por tres motivos que confieso: el título, su primera frase y el tema de la obra, según lo divulgó la editorial. Sobre el título ya escribí. De la primera frase hablaré después. Sobre el tema digo que me parecía feo que aquel episodio innoble de la Cándida Eréndira (el desvirgamiento pagado por un viejo putañero), que en ese cuento era tratado con el repudio necesario que provoca la violación de una menor, se convirtiera en este libro en un acto encomiable de nonagenario arrecho, por mucho que 'la moral sea una cuestión de tiempo'.

El sexo pago, para quienes crecimos después de la liberación del 68, es una cosa de otra época que se entiende pero también se compadece. Los hombres nos formamos una imagen de la mujer que se basa en las mujeres que conocimos en la juventud. Si en la primera mitad del siglo XX las mujeres se dividían en puras y putas, en la última mitad estas últimas se quedaron casi sin oficio porque las puras dejaron de serlo y se volvieron libres de decidir cuándo se querían acostar.

Por suerte el libro no es eso, un relato de sexo pedófilo, sino una conmovedora historia de amor no consumado contada con el encanto y la gracia de una escritura que parece, al mismo tiempo, copiada de las palabras de la calle y de los grandes clásicos de nuestra lengua. No es casual que los rezos de Mustio Collado consistan en recitar letanías de Jorge Manrique, y que las sentencias más agudas del libro las pronuncie siempre la vieja alcahueta sabia. Las voces robadas al italiano también están puestas con un acierto de orfebre, engastadas aquí y allá en el mejor momento (mutandas, calamaio, gonfia...) y aparecen usadas, según una nueva norma que habría que adoptar, 'sin comillas ni cursivas, como debiera ser de uso legítimo entre lenguas siamesas'.

Con la primera frase de Memoria llego a mi oficio de corrector. Tengo una conjetura: la frase era otra en su redacción original, y decía: "El día de mis noventa años" o, si mucho, "la víspera de mis noventa años". Porque la entrada tal como quedó, con esa repetición de palabra a distancia de cinco sílabas, "El año de mis noventa años", no hay que mirarla con lupa para saber que cae en una inadvertencia de esas que se cometen al hacer una segunda redacción. Además, y aquí está la gran distracción del comienzo del libro, al principio Mustio Collado se levanta el día de su cumpleaños y decide darse el regalo de una virgen, pero luego, sin que sepamos cómo, el día de su cumpleaños se convierte en la víspera del mismo.

Hay otras erratas menores, de puro descuido, que no vale la pena reseñar aquí. Incluso en el Quijote, de una página a otra, las cosas cambian de precio y los animales, de sitio sin que Cervantes lo advierta. Corregir esos lapsus no hace que un libro sea mejor ni peor, sino más limpio, pues limpiar es el oficio que tenemos los correctores de pruebas: quitar pajitas y motas sucias de algodón. Pero se ve que a García Márquez lo leen sólo editores y críticos sesudos, antes de publicarlo. Me atrevo a sugerir que, en su próxima novela, se acuda también a un corrector de pruebas de esos que abundan en el país. Sé al menos de uno que lo haría de balde. La novella, que es bellísima, no ganaría mucho, pero perdería unos mugrecitos que distraen, en vez de ayudar.

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