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Resiste Bogotá

Pobre Bogotá, tan vituperada en estos días. Se le acusa de ser el peor vividero del mundo, una ciudad gótica, de miedo.

Marta Ruiz, Marta Ruiz
4 de octubre de 2014

Pobre Bogotá, tan vituperada en estos días. Se le acusa de ser el peor vividero del mundo, una ciudad gótica, de miedo. Con las ciudades suele ocurrir lo mismo que con las familias: las protegemos de los comentarios ajenos, aunque las juzguemos con dureza hacia adentro. No ocurre así con quienes vivimos en Bogotá, que somos implacables con la propia ciudad. La acusamos de ser la más trancada, insegura, contaminada y hostil de las ciudades. Y es que el trancón monumental en el que vivimos ha logrado que el resto de la ciudad se opaque. Sólo vemos de Bogotá esa gran masa inmóvil de carros que hace tortuosa cada actividad cotidiana. A no ser por sus graves falencias en movilidad, Bogotá sería realmente un sitio privilegiado para vivir. He aquí unas cuantas razones.

Pocas cosas son tan bellas como ver un atardecer en Usme, donde los arreboles destacan sobre el páramo y la gente enrunada nos recuerda ese campo de tierra negra que rodea a la capital. Y es que en Bogotá el cielo sabe ser azul de verdad, el verde emana humedad y el sol es anaranjado en tardes de espectáculo. Ojalá el voraz urbanismo no cercene el paisaje privilegiado de esta localidad y su clima. De los múltiples caminos que la comunican con el llano y la cordillera.

El centro de Bogotá no es, como piensan algunos que lo miran de lejos, una selva inhóspita. Por el contrario, caminar por la séptima convertida en pasaje peatonal es entender un poco el país en el que vivimos. Conviven el costeño y el paisa, el campeche y el posmoderno, el camaján con el intelectual. Todo cabe allí, desde una tasca española hasta el carro de aromáticas que rueda por las esquinas con su olor a papayuela y canela. En pocas cuadras usted pasa de las universidades donde se forman las élites (Los Andes, el Externado, etc) al mercado más popular de la ciudad (San Victorino).

Los domingos, el centro convierte en teatro y mercado, plaza y parque, todo al tiempo. De todas las ciudades que conozco, el de Bogotá es el centro más vivo, donde conviven más personas diferentes. Por supuesto que esa convivencia de lo diverso les repugna a algunos que quieren desalojar a los más humildes y convertir el centro en un barrio de élite o en una postal turística, como han hecho, por ejemplo, con el centro de Cartagena.

Los cerros de Bogotá son su mayor tesoro. Mientras en Medellín la voracidad de los constructores y las invasiones de los destechados se tragaron la montaña, en la capital hay un verdadero cinturón verde, que por cierto debería ser declarado parque urbano, tal como lo propuso hace algunos meses El Espectador.

He pasado la última década subiendo cada mañana por la quebrada La Vieja, entre orquídeas y helechos. Cientos de personas hacen lo mismo por el Pico del Águila en el Parque Nacional o Entrenubes, al sur. Allí están Monserrate y Guadalupe, los caminos reales sin fin que comienzan en el propio centro de la ciudad. Es cierto que ha habido atracos en las partes más altas de los cerros, pero también lo es que la apropiación social de ellos es el mejor antídoto contra los maleantes que los rondan.

Así como el trancón es el infierno de los bogotanos, las ciclorrutas son la redención. La bicicleta se está encargando de civilizarnos. Aunque conductores energúmenos rabian al ver como las bicicletas les roban espacio a los carros, cada vez más gente opta por esta como la única salida posible al atasco permanente. Ya hay bicicletas gratis, como en las ciudades donde se confía en el ciudadano. Y el sistema parece estar funcionando.

Es cierto que en Bogotá hace años no se construye una obra de envergadura. Pero no hay que desconocer que lentamente se ha transformado. La calle 26 es el mayor testimonio de ese cambio paulatino. El bello edificio del Centro de Memoria, el Cementerio convertido en lienzo de esa conmovedora obra de Beatriz González, los grafitis que resistieron el ataque de limpieza y orden de un alcalde pasajero, han dado paso a una zona que se siente vibrante en lo cultural, bella. Emblemática. Y hacia el occidente, se transforma en una ciudad moderna y pujante.

Lástima, eso sí, Transmilenio. Tan buena idea, tan eficaz para unir una ciudad fragmentada, pero tan mal administrado.

Aunque luchar contra las fuerzas de la segregación es difícil, Bogotá se ha dado la pela. La inclusión de minorías, especialmente de los más pobres, y los esfuerzos por ver representados a los LGTBI, a las víctimas, han sido notables en los últimos gobiernos. También es notable cómo se han consolidado con fuerza procesos culturales, tanto públicos como privados, que hacen que Bogotá tenga ese ritmo incansable de las metrópolis. Cosas que el trancón hace invisibles.

Supongo que algunos responderán a esta columna contándome acerca de todos los defectos y problemas de la ciudad. Me recordarán seguramente que Petro es un autócrata, demagogo y pésimo gobernante. Y tendrán, no lo niego, razones de peso para hacerlo. Pero Petro no es Bogotá, ni está claro aún, por lo menos para mí, si su alcaldía ha sido tan mala como dicen las élites de la ciudad, o tan buena como creen los plebeyos que han salido en masa a defenderlo.

Mi experiencia cotidiana es que Bogotá es una ciudad generosa, pluralista e interesante, oculta tras un trancón monumental y desesperante que ha exacerbado las injurias contra ella.

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