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Restricciones a los camiones: mal necesario

Impedir el movimiento de los bienes y productos que tanto nos cuesta producir es un contrasentido económico, pero es una de las pocas cartas que quedan para enfrentar la contaminación.

Eduardo Behrentz, Eduardo Behrentz
25 de febrero de 2020

La Administración Distrital de Bogotá logró conjurar, así sea por el momento, la crisis derivada del paro de transportadores; quienes se manifestaron en contra de las determinaciones ambientales que fueron implementadas para resolver la contingencia de contaminación que padecimos en días recientes. En particular, este gremio se opuso al Decreto 840 de 2019, el cual restringe la circulación de los vehículos de carga, en función de su tamaño y edad, en ciertos horarios y zonas de la ciudad.

Superada la emergencia ambiental asociada con la mala calidad del aire (con la ayuda de las torrenciales lluvias que limpian la atmósfera pero colapsan la ciudad), la Administración logró ubicarse en una posición en la que le fue posible acordar con los transportadores una versión relajada y menos restrictiva del decreto antes mencionado.

Prohibir la circulación de los vehículos que mueven la carga en el mayor centro económico del país, cuyas principales vías son además paso obligado para buena parte de la logística nacional (v.g., todos los camiones que viajan entre los Llanos y Buenaventura pasan por la Avenida Boyacá), es al mismo tiempo la más antipática y la más efectiva de las medidas para resolver la contingencia de corto plazo.

Por un lado, es cierto que los automotores diésel de gran tamaño y antigüedad son, de lejos, los mayores contaminantes. Por ejemplo, una volqueta modelo 1980 emite uno o dos gramos de material particulado por cada kilómetro que recorre. El mismo indicador para un vehículo pequeño de gasolina y modelo reciente es de menos de 2 miligramos por kilómetro. Es por esto que, literalmente, 15.000 camiones contaminan mucho más que 2 millones de carros.

Por el otro lado, las limitaciones al movimiento de carga representan no menos que un disparo en el pie en lo referente a nuestra competitividad y capacidad de crecimiento económico. No obstante los avances en años recientes, Colombia presenta rezagos en su Índice de Desempeño Logístico (LPI), el cual mide la eficiencia del sistema de flujo de bienes y productos entre sus puntos de generación y consumo. Algunos de nuestros principales desafíos en esta materia tienen que ver con los elevados tiempos y costos de transporte y la insuficiente infraestructura.

Lo anterior quiere decir que la restricción a la carga es la última de las medidas que deberíamos considerar, pero infortunadamente hemos llegado al punto en el que no tenemos más opciones. Ante la emergencia ambiental (que se volverá a presentar en poco tiempo) y gracias a la inacción de los gobernantes del pasado, estamos atrapados en la utilización del más odioso y costoso recurso para enfrentarla: prohibir el movimiento de nuestra propia economía.

Ojalá esto sirva para que ahora sí nos tomemos en serio el problema de contaminación del aire. No hay respuesta fácil ni inmediata. Por el contrario, no demoraremos lustros en lograr cumplir las normas ambientales en Bogotá, incluso después de realizar grandes esfuerzos e inversiones.

Para empezar, debemos hacer obligatorio el uso de tecnologías más limpias en la flota vehicular y lograr una efectiva renovación del parque automotor de carga pesada. Igualmente importante es superar la discusión sobre cómo construir avenidas perimetrales a la ciudad. En ningún centro urbano del mundo desarrollado se han opuesto a la existencia de grandes autopistas circunvalares que eviten la absurda condición en la que tractomulas de seis ejes transiten con frecuencia por el frente de escuelas y hospitales.