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Se busca un colegio

Semana
20 de marzo de 1989

Como ser padres no es fácil, y nuestra hija ha empezado a crecer, mi mujer y yo nos hemos puesto en el empeño de conseguirle el colegio en el cual va a pasar los mejores años de su vida. Hicimos correr la noticia, entre familiares allegados, en el sentido de que oímos consejos, aceptamos recomendaciones y necesitamos colaboración en esta búsqueda.
La primera que respondió a nuestro llamado fue una señora amable, empolvada y dicharachera. Tenía el aspecto inconfudible de esas mujeres que en los pueblos costeños llaman "pata-de perro", porque se pasan el día haciendo visita, entrando de casa en casa, husmeando en todos los rincones, mientras en sus hogares se queman los patacones del almuerzo. Conozco a una de ellas, que hace dieciocho años llegó a hacerle visita a una tía mía, en Riohacha, y nunca más se fue. Todavía esta ahí, sentada en la sala, hablando de la vida ajena y tomando café.
-Les tengo la solución -nos dijo la dama, ajustándose el corpiño-. El colegio ideal para la niña es el verde, porque tienen unas canchas de tenis divinas, y enseñan ballet a las alumnas.
Tres días después nos llamó por teléfono una antigua conocida, cuya ausencia hemos extrañado durante tanto tiempo, y dijo que se había enterado de nuestra búsqueda porque se lo contó la amiga de una tía de una vecina, mientras tomaban té.
-No lo duden - exclamó, con la seguridad de un juez-. El colegio azul es el indicado. Imagínense que hacen excursiones dos veces al año, una en julio a los Estados Unidos, y otra en noviembre, a Europa. Así la nena aprende a conocer el mundo.
Mi mujer y yo empezamos a mirarnos alarmados. La niña, que no tenía ni la menor idea de lo que estaba pasando en torno suyo, seguía correteando por la casa, recitando los comerciales de la televisión y asistiendo a sus clases en el kindergarten. El desfile de colaboradores se estaba volviendo interminable: nos mencionaron el colegio amarillo porque allí la futura estudiante podría codearse con los mejores apellidos de la ciudad, o el colegio blanco que enseña a conjugar los verbos en inglés, o el salmón que tiene los buses más cómodos que se conocen entre la población escolar.
Una noche, mientras ella leía y yo comía en la cama, nos descubrimos mirándonos mutuamente. Mi mujer cerró el libro.
-¿Estás pensando lo que yo estoy pensando? -me preguntó.
-Sí -le dije-. A mí me importa un chorizo si el uniforme de mi hija es de Pierre Cardin o de Coltejer.
-De acuerdo -aprobó ella. No aceptamos más recomendaciones.
Ahora estamos buscando un colegio por nuestra propia cuenta. Un colegio donde le enseñen a esa pequeña que el santo temor de Dios es más importante que el color de los tenis para gimnasia y la marca de la raqueta. Donde ella aprenda que nunca debe levantar un arma contra ninguna creatura de la naturaleza.
Claro que me gustaría oír a mi hija hablando el inglés que su padre, tan bruto como es, nunca pudo aprender. Pero antes de eso prefiero que entienda que la vida está llena de amarguras y desencantos, pero hay que tener mandaria en el alma para sobreponerse.
Ni me va ni me viene si el plástico para forrar sus cuadernos es importado de París o fabricado en un taller casero de Pereira. Lo que espero es que ella comprenda que la familia es, junto a los huevos revueltos y el queso de Luruaco, lo más grande de esta vida. Que debe ser solidaria con el dolor de sus semejantes y las angustias ajenas. Que el corazón es una isla rodeada de sangre por todas partes, menos por donde se une a los seres que uno ama.
Después, cuando haya crecido y tenga su propio criterio, ella sabrá si desea convertirse en concertista de cítara, en secretaria ejecutiva o en cirujano. Pero ahora andamos buscando un colegio en el que le enseñen que las cosas ajenas no se tocan, porque existe algo que se llama el honor y es mejor morirse de hambre que vivir deshonrado, porque el honor no engorda, pero alimenta.
Un colegio en el que le hagan entender que el mundo que la rodea necesita armonía, que los pájaros no se matan, que el aire no se ensucia, que la opinión ajena se respeta. Porque, como escribió Shelley, no es posible toca una flor sin que se estremezca una estrella.
Si alguien conoce un colegio así -debe haberlo, con seguridad- le ruego que se lo haga saber a este par de padres que lo andan buscando afanosamente. Donde mi hija aprenda que la poesía es la palanca de Arquímedes que mueve al mundo. Para que aprenda que, ciertamente, existe el dolor, pero también hay sueños e ilusiones. Porque lo más importante de la rosa no es la espina, sino el pétalo...

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