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“Un equipo, un país”

El deporte puede ser útil para generar esperanza y propiciar la reconciliación en un país adolorido. Así lo entendió Nelson Mandela, quien lo utilizó como instrumento de paz.

Nubia E. Rojas G., Nubia E. Rojas G.
2 de julio de 2014

Hace 19 años, el 24 de junio de 1995, Sudáfrica ganó la Copa Mundial de Rugby –como local y contra todo pronóstico- frente a la archicampeona y temida selección de Nueva Zelanda. Apenas un año antes, el 10 de mayo de 1994, Nelson Mandela había logrado entrar en la historia marcando un doble hito: ser el primer presidente negro y el primer elegido democráticamente en ese país africano, luego de pasar 27 años en prisión por luchar contra el Apartheid. Sudáfrica empezaba a vivir una nueva época. 

El régimen -cuyo nombre significa “separación” en afrikaans, variante sudafricana del idioma holandés- había sido, a su vez, depuesto oficialmente cuatro años antes, el 17 de junio de 1991, por mayoría parlamentaria y luego de largas y duras negociaciones. Con ello se dio fin a la injusta y arbitraria supremacía de la minoría blanca por encima de la población negra, mestiza e india que había dejado en su camino un rastro de sangre, dolor y lágrimas y que amenazaba con llevar al país a una guerra civil.  

La Copa se disputó en medio de una dura oposición: El rugby era el deporte de los blancos opresores, por lo que no solo no gozaba del afecto de la población negra, sino que esta lo consideraba ofensivo y lo rechazaba tajantemente. Además de la negativa popular, Mandela tuvo que hacer frente a la oposición de su partido, que veía con malos ojos que el presidente se empeñara en que el equipo sudafricano –en el que solo había un jugador negro, Chester Williams- ganara el torneo. Para Mandela, el encuentro deportivo era un instrumento para lograr el gran objetivo estratégico que se había trazado como mandatario:  reconciliar a los blancos y a los negros y crear las condiciones para una paz duradera. 

El hecho está magistralmente narrado en el libro “El Factor Humano”, de John Carlin, en el que se basa la maravillosa película “Invictus”, dirigida por Clint Eastwood. Se trata de dos obras que, a mi juicio, merecen ser conocidas y recordadas ahora que Colombia vive la emoción de participar, luego de 16 años, en un Mundial de Fútbol y, a la vez, enfrenta el reto de negociar la paz con las guerrillas con las que el Estado se ha enfrentado en un conflicto armado que dura ya cincuenta años y que ha sido inmensamente doloroso y traumático. Comparar resulta inevitable.

Si algo condujo a los Springbooks sudafricanos a ganar fue no solo la petición personal que Mandela hizo al equipo a través de su capitán François Pienaar de darlo todo en el campo de juego, sino la convicción que les transmitió de que a través del rugby podían hacer algo positivo y ayudar a su país. En efecto, el equipo contribuyó a reconciliar a Sudáfrica al generar la sensación de que tanto negros como blancos pertenecían por fin al mismo equipo y de que, si podían ganar, aún podrían hacer muchas cosas como Nación. Los Springbooks lo lograron y de qué manera. Hay que leer el libro o ver la película –o las dos cosas- para emocionarse con ello.

Si bien las causas del conflicto colombiano son bien diferentes, Sudáfrica es un país en el que ha sido inevitable mirarse: El dolor causado por décadas de violencia, la desigualdad y la pobreza han parecido hermanarlas a pesar de la distancia y las diferencias culturales. Por desgracia, Colombia no ha contado ni cuenta ahora –no se sabe si lo hará en el futuro- con un líder unificador, inteligente, estratega, pacifista y carismático como Mandela. El proceso de pacificación sudafricano es modélico –aunque sus resultados no son perfectos y el país sigue enfrentando graves problemas sociales- y quienes trabajamos en el campo de la construcción de paz sabemos que de él se pueden extraer importantes conocimientos y experiencias que pueden ser muy útiles para la coyuntura política que vive ahora Colombia y para lo que tendrá que enfrentar en el futuro.

Al igual que como sucedió en Sudáfrica con la Copa Mundial de Rugby hace 19 años, la alegría, la confianza y el orgullo que han provocado en los colombianos los logros de los ciclistas en el Giro de Italia y los de la selección nacional de fútbol han hecho que, incluso quienes no gustamos ni entendemos de deportes, nos sintamos enormemente felices. El desempeño magistral de nuestros deportistas ha demostrado que cuando jugamos limpio, cooperamos, buscamos un objetivo común por el cual unirnos y dejamos de lado los personalismos, somos grandes e imbatibles. 

Pareciera que, especialmente nuestra selección de fútbol –y digo especialmente por el momento que vivimos ahora-, es a la vez causa y consecuencia de un nuevo momento en el que, a pesar de todo, hay esperanza.

Soy una completa ignorante en lo que a este tema se refiere, pero me atrevo a afirmar que nunca antes nuestras victorias deportivas parecían estar en tanta sintonía con el momento político del país. Antes daban alegrías inmensas, pero aisladas; eran un pequeño oasis en medio del inmenso desierto. Ahora son, además de eso, esperanza y confianza perdidas y encontradas. 

Tanto el fútbol como la paz tienen defensores y detractores. En Colombia ser un fanático del fútbol no quiere decir –ni tiene por qué-, necesariamente, estar a favor de la paz. No pretendo politizar el fútbol. Pero quiero destacar que este último tiene algo que la paz requiere y le envidia: La capacidad de aglutinar a personas diferentes entre sí alrededor de un objetivo común. Lo ideal sería que, a diferencia del fútbol, la paz uniera a las personas de modo profundo y duradero y no superficial y efímero.

Desmond Tutu, arzobispo sudafricano y, como Mandela, Premio Nobel de Paz, afirmó en uno de sus discursos que Sudáfrica ha sido, tradicionalmente, un país intolerante. Igual que Colombia. Muestra de esa intolerancia son las muertes ocasionadas tras los partidos de fútbol y, aunque no se puede decir que estén directamente relacionadas con él, dejan mucho que pensar. La educación y la creación de una cultura de tolerancia, paz y respeto deben ser un objetivo prioritario en este país, independientemente de que los acuerdos de paz con las guerrillas lleguen o no a ser una realidad. De lo contrario, no servirá de nada que los grupos armados se desmovilicen si la gente está dispuesta a seguir matándose por nimiedades, si la delincuencia sigue sin tener freno y las alegrías se convierten en motivos de tristeza.

“Un equipo, un país”, era el lema de los Springbooks sudafricanos en la Copa Mundial de Rugby. Curiosa y casualmente, el bus que transporta a la Selección Colombiana de Fútbol en el Mundial de Brasil tiene inscrita una frase que reza: “Aquí no viaja un equipo, ¡viaja todo un país!”. Ambas frases expresan el mismo sentimiento. Sudáfrica necesitaba, como Colombia necesita ahora, la unión, la cooperación y la participación de todos sus ciudadanos para salir adelante.

En “El Factor Humano”, Carlin dice que el rugby es lo más parecido a la guerra porque los jugadores chocan constante y violentamente, sin más defensa que su propio cuerpo. Si sabemos leer nuestras victorias y seguimos adelante, independientemente de que sigamos ganando o de que perdamos; si aprendemos, como país, a jugar en equipo, a ser humildes y agradecidos en los triunfos y a sobreponernos a la adversidad; si logramos erradicar definitivamente la violencia en todas sus formas, el fútbol puede ser muy parecido a la paz.


En Twitter: @NubiaRojasblog
*Consultora y Periodista especializada en temas de paz y asuntos sociales, políticos y humanitarios.

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