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Bazurto, una caricatura

‘Bazurto’, la serie, no le agrega nada a ese retrato desfigurado que se ha pintado desde la capital sobre la región Caribe y, en particular, sobre Cartagena de Indias.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
20 de enero de 2014

No creo que la realidad ficcional deba ser necesariamente concordante con la historia. Tampoco creo que las telenovelas estén obligadas a ser un espejo de los hechos que narran. Mario Vargas Llosa, el Nobel peruano, definía el concepto de ficción como esas pequeñas cosas que los escritores les quitan o ponen a la realidad. Pero estas alteraciones, sin duda, no significan mentir. Desde hace varias décadas, las telenovelas nacionales han proyectado para el país una imagen de la costa norte que sólo existe en la cabeza de algunos libretistas. La caricatura del costeño fue un estallido de luces que para aquellos que no conocen la idiosincrasia del Caribe no dudaron en reafirmarla.

Desde los tiempos de ‘Gallito Ramírez’, que catapultó a la fama a Carlos Vives y a Margarita Rosa de Francisco, pasando por ‘La mala hierba’  -que narra aspectos de la bonanza marimbera de la década del 70- hasta llegar a seriados como ‘El flecha’, ‘Escalona’ y ‘Las Juanas’, la metonimia se transformó en hipérbole. Ahora la historia se repite con ‘Bazurto’, una serie que no le agrega nada a ese retrato desfigurado que ha venido pintándose desde la capital de la República sobre la región Caribe y, en particular, sobre Cartagena de Indias.

Bazurto, el ficticio, sólo tiene del verdadero el nombre. La ciudad de don Pedro de Heredia es quizá la urbe más conocida de Colombia fuera de sus fronteras, pero también, social y económicamente hablando, la más desigual. Lo que alcanzamos a ver en la televisión no es siquiera el reflejo de la realidad, pues los hechos del drama difieren en gran proporción de los acontecimientos del diario vivir. Bazurto, el real, es un hervidero de historias, pero también de malos olores, una ola de sonidos donde se hace difícil separar la música del run run de los automóviles, el grito de los vendedores del diálogo de la ‘novela’ en los televisores. Ahí no hay nada poético. Nada elegante. El microtráfico de droga es una patente de corso entre los mafiosos, así como la prostitución y los atracos.

Es cierto que nadie está por fuera de las leyes de las mafias que administran el primer centro de abastos de la ciudad. Huele a mierda, claro, y a marihuana y a comida y otros mil olores que percibe quien va de compra, pues los que a diario acuden allí a vender sus productos ya no sienten la fetidez de la laguna de aguas podridas, ni ven la nube de moscas revoloteando entre la basura que cubre el piso en cada esquina.

La policía es ciega y muda y sólo escucha lo que le conviene. Hay tráfico de armas, claro. De las lanchas no sólo bajan bultos de coco y canasta de pescado. Bajan también cajas con pistolas, fusiles y granadas de fragmentación que luego entrarán a ser parte de la ola de violencia que sacude a la ciudad. La policía decomisará algunas, pero más temprano que tarde regresarán a la calle, volverán a mercado de Bazurto, donde reiniciarán el ciclo. Hace un par de años, un muchacho que trabajaba en una de las lanchas que fondea en la laguna, me contaba cómo se había ganado 800.000 pesos en una hora por traer una caja con armamento de una de las islas. No sé cuánto tiempo le duró la plata, porque luego, me enteré, fue encontrado muerto, flotando en las putrefactas aguas de la bahía.

Son las mafias, sin duda, las que mantienen el statu quo. Son ellas las que dicen qué producto se vende, quiénes lo venden y cuál será su precio. Ellas son el ojo vigilante. Allí nada se mueve sin su previo consentimiento. Hasta vender un bulto de plátanos en una esquina sin autorización tiene consecuencias fatales. Hay que pagar, así de sencillo. Y quien no paga se va, y si se rehúsa le mandan al mensajero.

La realidad, escribió John Hollowell, siempre supera la ficción. Y nuestro Nobel aseguraba que en América Latina los escritores no necesitaban hacer un gran esfuerzo para hallar sus temas porque estos estaban allí, a la vuelta de la esquina. 

La fermentación social de las últimas décadas en Colombia ha dado origen a un montón de relatos que tienen como fondo temático el narcotráfico y su respectiva cadena de hechos que se definen como consecuencias. Cartagena de Indias, sin duda, ha sido sólo parte de ese daño colateral. Y Bazurto no se diferenciaba, hasta hace poco menos de 20 años, de otras plazas de mercado olvidadas de la costa norte. 

La caricatura social que dibuja la serie de televisión, como otras producciones que narran aspectos de la vida de la región, obedece a que el escritor [en este caso el libretista] no se apropió de esa realidad axiológica del grupo que “le permitiera crear un mundo ficticio plausible que guardara alguna semejanza con el real” [John Hollowell]. En el mismo sentido, nos recuerda Goldmann que “la obra correspondiente a la estructura mental de un grupo social sólo puede ser elaborada […] por un individuo que haya tenido una relación [profunda] con el grupo”.

Quizá esto explique el porqué de las diferencias entre el producto cultural y las axiologías que se buscan mostrar. La confusión resulta peligrosa y el lector [en este caso el espectador] termina asimilando la farsa como drama. Quizá esto explique también la caricatura del costeño en la televisión. Una imagen vale más que mil palabras, reza el adagio. Para la muestra, esta fotografía aérea del Bazurto real, el que no promocionan las agencias de turismo ni aparece, por supuesto, en la televisión.


En Twitter: 
@joarza
*Docente universitario.

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