Una de las demandas de las movilizaciones sociales es el retiro de la reforma tributaria. Su estructura central sigue la senda de varios gobiernos de reducir la carga tributaria de las empresas y compensar la consecuente reducción del recaudo con una mayor presión tributaria sobre las clases medias y trabajadoras.
La justificación ha sido el interés general por vía del supuesto estímulo a una mayor inversión y generación de empleo. La realidad es que se ha corrido el velo y estudios cada vez más documentados vienen demostrando que los beneficios pregonados no se producen en la práctica, mientras que sí se aumenta la desigualdad y se reduce la capacidad del Estado para atender la equidad social.
Tal es el caso de la recién publicada investigación de Luis Jorge Garay y Jorge Enrique Espitia, La dinámica de las desigualdades (2019) que profundiza y amplía la realizada por Facundo Alvarado y Juliana Londoño en 2010. Después de detallar que la concentración del patrimonio bruto de las empresas asciende a un increíble Gini de 0,9752 (donde 1,0 representaría que la totalidad está en manos de una sola empresa), el estudio reseña cómo el 70 por ciento de ese patrimonio está representado en activos e inversiones de índole financiera, frente apenas un 25 por ciento en activos intangibles y productivos. Dicha distribución patrimonial indica “un claro rasgo rentístico en la asignación del patrimonio empresarial en el país,” como afirman los autores.
No debe entonces sorprender que completemos un año con crecimiento económico, sin generación de empleo, después de tres reducciones sucesivas de la tarifa de renta de las personas jurídicas y la inclusión de mayores beneficios y exoneraciones tributarias con un costo al fisco de $14 billones anuales, a los que deben sumarse los $9 billones de la ley que se discute. Todo equivale a tres reformas tributarias.
El mismo estudio, con base en las declaraciones de renta de la Dian, revela que el decil (10%) más alto, recibe el 94% del ingreso anual de la totalidad de las empresas. El siguiente decil recibe el 3,34% y los demás, apenas el 2,62%. Es con estos datos que debería estructurarse un impuesto sobre la renta progresivo para las personas jurídicas.
Al pagar todas las empresas una misma tarifa en vez de una diferenciada por tamaño y capacidad de pago, se grava en exceso a las pymes y mipymes, las cuales generan el grueso del empleo. En vez de reducir la tarifa a todas las empresas por igual, el Congreso debería estructurar una tarifa seria, sin tanto colador, a las 3.229 empresas superricas y reducir la carga a las demás 447.645 que declaran renta, mediante una tabla progresiva.
De otra parte, se encuentra que el enjambre de beneficios y exenciones a favor de los declarantes más ricos, el 1%; y los superricos, el 1% del 1%, han llevado a consolidar lo que Garay y Espitia denominan “un marcado sesgo pro rico” del sistema tributario que se esconde detrás de tarifas nominales altas del 35 por ciento y tarifas efectivas bajas de entre 9,89 por ciento para el decil más pobre y 4,54 para el más rico. Concluyen razonadamente que hay suficiente espacio para aumentar la carga tributaria de las más pudientes, sin atentar contra la competitividad y la inversión en activos productivos y al mismo tiempo introducir equidad.
Lo propio se predica de las personas naturales donde el decil más rico concentra el 51% del ingreso bruto y creciendo, al haber pasado del 24% del PIB en 2004 al 40% en 2017, con un registro de Gini de 0,5833. Del total del ingreso bruto, solamente el 34% corresponde a ingresos laborales, mientras el 48% a rentas no laborales, es decir, rentísticas que tributan en menor proporción.
La reforma tributaria que discute el Congreso va en la dirección opuesta a la requerida por razones de equidad y económicas como la generación de empleo. Ello explica tanta oposición de quienes terminarán pagando los platos rotos. Ya es hora de quitarle el sesgo pro rico y rentístico a la tributación en Colombia.