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Simplemente neoliberales

Como a los arroceros del Huila, pronto les llegará su turno a los algodoneros, a los paperos, a los cafeteros, a los zapateros y a los músicos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
17 de agosto de 2013

Para el 19 de agosto se anuncia un paro agrario contra el gobierno. Un paro sobrado de razones. Este gobierno –y todos los anteriores, desde la apertura “hacia el futuro”, este oscuro presente, que anunció César Gaviria: todos los gobiernos neoliberales que ha padecido Colombia– ha llevado el campo a la ruina, agricultura y ganadería confundidas por igual. 

Hace veinticinco años Colombia exportaba alimentos (y no solo café). Ahora los importa (incluyendo el café). ¿Qué queda hoy en el campo colombiano que todavía sea rentable? Solamente la coca, que por ser ilegal escapa al control del gobierno. El cual, en consecuencia, la persigue. (Por orden, no sobra decirlo, del gobierno de Estados Unidos).

Piden tres cosas los promotores del paro agrario reunidos en la MIA (Mesa Nacional Agropecuaria y Popular de Interlocución y Acuerdo). Una curiosa organización de organizaciones que, curiosamente, no ha sido señalada todavía (cuando esto escribo) como un torpedo terrorista manipulado por las Farc. Tal vez lo sea. En todo caso, sus tres peticiones parecen dictadas por la más elemental sensatez: poner fin a las fumigaciones de los cultivos ilícitos, suspender la importación de alimentos de producción local, y revisar los tratados de libre comercio firmados en los últimos años por Colombia.

Lo de parar las fumigaciones es una necesidad evidente. De sobra se ha explicado que, además de ser desproporcionadamente costosas por la obligación de hacerlas con pilotos mercenarios contratados en los Estados Unidos y con venenos comprados allá, y no aquí, a la empresa Monsanto, son inútiles y dañinas.

Inútiles y dañinas porque no eliminan los cultivos ilícitos sino que los empujan selva adentro, provocando más deforestación en un país que es casi el primero del mundo en esa empresa destructora; y dañinas a secas porque no solo envenenan los cultivos prohibidos, sino también todo lo que crece en torno: los cultivos de pancoger, la gente, las aguas.

Lo de suspender la importación de alimentos es cosa que también se cae de su peso, porque los consumidores son los mismos productores: el panelero compra arroz, el arrocero compra panela. Y entra ahí el tercer punto, que es el de la renegociación o denuncia, por lesión enorme de los tratados eufemísticamente llamados de libre comercio, que son en realidad de amarrado sometimiento. 

Por ellos, la agricultura y la industria colombianas –y también la cultura, y por supuesto la minería, y la flora y la fauna– están obligadas a renunciar a las protecciones y defensas estatales que han amparado a todas las agriculturas e industrias de los países hoy desarrollados en las etapas de su desarrollo: los europeos, los de América del Norte, los asiáticos. Y así desnudas, por así decirlo, tienen que competir con ellos, ‘libremente’, al tiempo que ellos, por su parte, siguen cubiertos por su paraguas de proteccionismo.

Así, por ejemplo, el TLC con los Estados Unidos le prohíbe a Colombia subsidiar sus productos agropecuarios, no solo para la exportación sino para el consumo interno; pero en los mismo días en que ese tratado entraba en vigor, el Congreso norteamericano decidía duplicar los subsidios gubernamentales otorgados a su propia agricultura, que pasaron de un golpe de 50.000 a 90.000 millones de dólares anuales. (Porque también sus recetas de libre comercio son solo para la exportación).

Vean en YouTube, por internet, un documental de Victoria Solano titulado 9.70, que ilustra las consecuencias de una sola resolución dictada por el ICA en aplicación de uno solo de los parágrafos del TLC. Una resolución por la cual, so pena de altas multas, confiscación y cárcel, se prohíbe a los arroceros del Huila sembrar sus propias semillas y se les obliga a comprar las “certificadas” por ese organismo oficial: es decir, “mejoradas” genéticamente y luego patentadas por las multinacionales norteamericanas Monsanto, Dupont o Syngenta. Hay otras semillas mejores, aunque no hayan sido “mejoradas”. Pero el TLC comprometió a Colombia a usar solo esas.

Como a los arroceros del Huila, pronto les llegará el turno a los algodoneros, a los paperos, a los cafeteros, a los lecheros, a los criadores de pollos y de cerdos. Y a los zapateros, y a los músicos.
¿Y a los gobernantes no? Sí, claro. Son ellos quienes han puesto a los demás en ese brete, imponiéndoles su propia sumisión. La cual es voluntaria. Debida “a la convicción, y no a la coacción”, para usar la frase de Ernesto Samper cuando arrancaba en persona matas de coca para que no le quitaran la visa.

No es que a Juan Manuel Santos, o a Gaviria, o a todos los presidentes intermedios y sus ministros de Hacienda y de Comercio (Santos ha sido las dos cosas) los hayan sometido por la fuerza o por el chantaje, y ni siquiera que los hayan sobornado de manera directa. Tampoco les han lavado el cerebro con burundanga–perdón: con escopolamina patentada por un laboratorio farmacéutico a partir del borrachero que crecía silvestre en la sabana de Bogotá. Simplemente les han hecho probar la ideología neoliberal. Y hoy son adictos. 

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