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SIN SALIDA

Semana
29 de octubre de 1990

Hay más de justificada rebeldía moral que de impedimento jurídico en la negativa reiterada de gobierno de hablar con el narcotráfico.

El argumento es que no se puede tener ningún tipo de contemplación con quienes tanto dolor y tanto mal nos han causado a los colombianos. Pero la repugnancia que nos producen el narcotráfico y sus delitos conexos no es sino eso. Una manifestación de rebeldia moral. Con esa repugnancia que sentimos hacia sus métodos y su crueldad no pararemos el negocio, no impediremos los Secuestros y tampoco acabaremos con los asesinatos. Por eso frente a los narcotraficantes terroristas hay que hacer algo distinto a solamente odiarlos.

Es quizás dentro de este contexto que, públicamente los columnistas de prensa, y soterradamente la opinión pública, han comenzado a debatir la posibilidad de que a los narcotraficantes Se les trate como a delincuentes políticos, categoria que en Colombia ha terminado por equipararse a algo así como un criminal de "smoking"
La Constitución colombiana no define el delito político. Lo equipara a la rebelión, sedición y asonada, que suponen en su definición que quien los cometa deben tener como blanco al gobierno y a las instituciones. Es decir, que el delito político es todo lo que apunta a cambiar el sistema, o a apoderarse de él.

Ya en la práctica, los delincuentes de "smoking tienen Cierta" ventajas sobre los demás. Ante todo, se puede hablar con ellos, cuando el Estado lo considere politicamente conveniente. Se les puede visitar en sus campamentos para ver qué es lo que quieren. Se les puede entrevistar por radio y por televisión, Se les pueden nombrar intermediarios y comisiones de notables y se les pueden reconocer protocolos internacionales. Se puede firmar con ellos la paz, amnistiarlos, indultarlos y hasta nombrarlos ministros. Porque a diferencia de los demás delincuentes, sus delitos no se cometen en aras de un interes particular, sino, según se dice, del bienestar colectivo.

Eso se supone que es así, y punto.
Aquí no vale preguntar en qué nos beneficia colectivamente que el M-19 hubiera acabado con la Corte Suprema, ni que el cura Pérez vuele oleoductos, ni que las Farc secuestren y boleteen. Si el dinero obtenido por las prácticas subversivas no lo destina el guerrillero a vivir más sabroso, sino a ampliar su capacidad de intimidación, eso justifica el "smoking"
Pero ese sofisticado andamiaje jurídico del delito político se encuentra, en un país tan violento como Colombia, con una explicación que la humanidad ya consideraba filosóficamente descartada. La de que el fin justifica los medios. Y andamos enredados en el cuento de que es menos atroz asesinar para derrocar las instituciones, que asesinar sin el deseo de derrocarlas.

De esta manera, el delito político lleva implícito en su definición un concepto de relativa nobleza, que al final tiene un premio.
Consistente en que quienes cometan crímenes en su contexto podrán aplicar a una disminución del rigor de la ley. ¿Cuántos delincuentes de los llamados "comunes" no han secuestrado en los campos colombianos a la mampara de una presentación guerrillera falsa para acogerse a una eventual benignidad?
El delito político es una ficción política.
Es decir, algo que el Estado resuelve que existe, aunque no obedezca a un patron real. Y el Estado resuelve que existe para que, por su conducto, sea constitucional conceder cierta benignidad a delincuentes que se encuentren en un determinado contexto.

Si esta ficción no estuviera contemplada en nuestra Constitución, no podríamos hacer la paz con los grupos guerrilleros, saltándonos el requisito de cobrarles sus delitos antes de verlos ejerciendo de ministros. Por eso, el debate de sí los narcotraficantes son o no delincuentes políticos es falso, porque en el fondo, lo que realmente se está discutiendo es si puede o no el Estado comportarse ante ellos como si lo fueran, y llegar eventualmente hasta el extremo de entrevistarse con ellos.

En el jueguito de entrelazar delincuentes comunes y políticos, para combatir.
Pablo Escobar y a sus secuaces dentro de la segunda categoría, se encuentran muchos argumentos. ¿Acaso su infinita crueldad terrorista no tiene como objetivo impresionar al Estado para, por ejemplo conseguir una modificación de su actitud frente a temas como la tolerancia de "el, negocio" o la extradición?. Ganaría el juego el que diga que, si bien los narcotraficantes no son delincuentes políticos, por lo menos se comportan como tales. Sin embargo, sería más provechoso abandonar este debate inconducente y decirnos la verdad.

Se dialoga o no con los narcotraficantes dependiendo de sí el Estado lo considera o no prudente. De sí le parece o no oportuno. De sí lo cree o no moralmente permisible. Y, sobre todo, sí realmente conduce a algo que el Estado pueda moralmente conceder. Pero no se saca como disculpa que los narcotraficantes no sor delincuentes políticos, o que el cura Pérez es menos malo que Pablo Escobar, razón por la cual el gobierno le ofrece dialogo a primero, que insistentemente y en todos los tonos ha dicho que no lo quiere y que no le interesa, mientras se lo niega al segundo, que sí se ha mostrado reiteradamente interesado en sostenerlo.

En una tabla que va de mínimo a máximo, en laque lo mínimo que se pide es la no extradición y lo máximo el indulto, dialogar permite varias modalidades de gradación.

El narcotráfico, que es un problema mundial basado en la lucratividad del negocio, no disminuirá conversando. Pero frente al terrorismo, que es un problema específicamente colombiano, una auténtica decisión de Estado podría abrirle el camino a un intercambio de voluntades con los narcotraficantes.

Sin embargo, habría que hacerle una rotunda consideración al señor Escobar y compañía. De lo único que sí pueden estar seguros Es de que si alguna vez el Estado pudo haber escogido el camino de dialogar, nunca se había estado más lejos de ello que después del secuestro de los seis periodistas.

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