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Sobre un campo de sangre

En 30 años de guerra contra las drogas hemos visto lo mismo: miles de muertos, miles de corruptos, miles de presos, millones de dólares consumidos. Y el tráfico intacto

Antonio Caballero
1 de julio de 2006

Aestas alturas nadie que tenga ojos, aunque no quiera ver, puede sostener que la llamada guerra contra la droga en que Colombia lleva embarcada más de treinta años ha tenido algún resultado bueno, así sea marginal. No ha disminuido el consumo, sino que ha aumentado. No ha disminuido la producción, sino que, por una parte, se ha diversificado (a la marihuana con que empezamos hubo que sumarle la cocaína y después también la heroína), y, por otra, se ha más que duplicado. En estos días daba Alberto Rueda en El Tiempo unos datos respaldados por los informes de la Oficina de Drogas de las Naciones Unidas: en el año 1996, cuando fue "descertificada" por los Estados Unidos por incumplimiento en la lucha antidroga, Colombia producía 300 toneladas de cocaína refinada; y en este año 2006, al cabo de casi siete de la entrada en vigor del Plan Colombia diseñado por Clinton y Pastrana y fortalecido por Bush y Uribe, produce 640 toneladas.

Pero que la guerra no haya tenido buenos resultados no quiere decir que no haya tenido resultados. Los ha tenido, y muy considerables. Pero todos, sin excepción, son malos.

El primero es el del consumo local. Cuando esta guerra empezó, los consumidores de drogas en Colombia eran apenas un puñado de hippies y de presos comunes para la marihuana, y una docena de creativos publicitarios y de músicos para la cocaína. Hoy es un país de alto consumo, tanto de drogas naturales (de exportación) como de diseño (de importación). En el otro extremo, o sea, en el de la producción, los efectos de treinta años de guerra han sido devastadores. La superficie cultivada (de marihuana, coca y amapola) se ha mantenido más o menos estable, en torno a las 150 mil o 200 mil hectáreas para los tres cultivos sumados; pero a causa de la persecución son hectáreas que van cambiando de sitio, con lo cual en conjunto se han destruido por las sucesivas talas y erradicaciones varios millones de hectáreas de selvas y de páramos. Los insumos químicos para la producción envenenan los ríos, los productos químicos para la erradicación envenenan los campos cultivados. Y el ciclo destructivo se renueva año tras año.

En el tramo intermedio, el del tráfico, la situación es todavía peor. Ese tráfico prohibido y perseguido, al que la prohibición y la persecución convierten en inmensamente rentable, ha enriquecido de modo descomunal y dado inmenso poder armado a dos generaciones (y ya empieza la tercera) de narcotraficantes, de narcoguerrilleros y de narcoparamilitares. Por sí solo basta para mantener activa y mortífera la guerra interna, pagando a todas las partes. Y en el proceso ha corrompido de arriba abajo a toda la sociedad colombiana. Lo podemos ver de sobra -si queremos- en dos procesos penales actualmente en curso. El que se adelanta contra el político Alberto Santofimio por el asesinato del también político Luis Carlos Galán, con un sicario del narcocapo Pablo Escobar como testigo de cargo. Y el que se adelanta contra varios soldados por el robo de la narcocaleta de las Farc.

En treinta años de guerra hemos visto eso mismo docenas de veces. Miles de muertos: políticos, policías, periodistas, jueces. Miles de corrompidos: policías y jueces y políticos y periodistas y cantantes y reinas de belleza y futbolistas y generales del Ejército. Miles de presos. Miles de millones de dólares, de la "ayuda" externa o del presupuesto nacional, consumidos en ese estéril ejercicio. Y la producción crecida. Y el consumo crecido. Y el tráfico intacto.

Y sin embargo, pese a que todo eso es evidente para quien quiera verlo (o aun para quien no quiera), nuestros gobiernos siguen actuando como si no lo vieran. Así, apenas salió reelegido, el presidente-presidente Álvaro Uribe peregrinó de rodillas a Washington para prosternarse ante la Casa Blanca y renovar su promesa de que seguirá destruyendo a Colombia en esa guerra inútil contra la droga. ¿Cree de verdad Uribe -o sus predecesores, empezando por él mismo- que eso sirve para algo? Tendría que ser idiota. Tendrían que ser idiotas.

No lo es. No lo son. Saben perfectamente que la guerra contra la droga está destruyendo a Colombia física, moral y económicamente, y sin darle a Colombia nada a cambio. Pero sabe también (saben) que si se opusiera a ella no estaría en el Palacio de los presidentes; sino, como el irakí Saddam o el panameño Noriega, en una cárcel. Y por eso prefiere (prefieren) seguir tal como está (tal como están): arrodillado en un campo de sangre.

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