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El mal ejemplo

Los artistas, por encima de su aura pública, son hombres de carne y hueso, seres que sienten, sufren, comen y cagan. Convertirlos en estatuas de mármol, impolutos, fue lo que hizo la historia con Bolívar.

Joaquín Robles Zabala, Joaquín Robles Zabala
7 de enero de 2014

No hay duda de que uno de los grandes desaciertos de la Academia Sueca de la Lengua fue no haberle concedido el premio Nobel de literatura a Jorge Luis Borges. Como tampoco, creo, haya duda de que el vate argentino se merecía ese premio más allá de cualquier otra consideración. Los ‘por qué’ de su exclusión siguen siendo hoy motivo de polémica. Y lo son porque el gaucho fue el más grande de los poetas latinoamericanos del siglo XX y quizá el más universal de todos.  

El mismo maestro argentino escribió en alguna ocasión que ninguna obra, por muy monumental que fuera, era perfecta. La razón: la imperfección es genética. Es decir, está en el hombre. Y todo lo que provenga de este tiene ese sello característico.  Quizá eso explique en parte su posición política y la defensa a ultranza de una sucesión de dictaduras militares que doblegó a la Argentina durante casi cincuenta años. Quizá explique también la desacertada visita que le hizo al general Augusto Pinochet y que le valió tantas críticas y levantó la muralla de resistencia de los académicos suecos por concederle el afamado premio. Lo que se le castigó –si es que esta palabra cabe— fue ir contracorriente. Es decir, avalar con sus acciones unos hechos de sangre repudiados por el mundo y que produjeron la muerte y desaparición de miles de sus compatriotas y otros miles entre los australes.

La conclusión es que los suecos consideraron que concederle el Nobel al argentino era, de alguna manera, premiar en cadena a los gobiernos dictatoriales y militaristas de América Latina que tanto dolor y sufrimiento produjeron en el continente a lo largo de tantos años. No obstante, pienso que las consideraciones valorativas entre el artista y su producción deberían ser sopesadas fuera de las posiciones políticas y las actitudes estrictamente personales. Con respecto a lo anterior, William Faulkner aseguraba que el novelista  -extendiendo el concepto a los demás productores de arte— era un ser amoral porque no le interesaba la verdad en el mismo grado en que la buscaba el historiador.

En este sentido, la manzana de la discordia ha sido siempre distanciar al artista de su obra, una separación que para muchos estudiosos del arte es como hacer una escisión entre el discurso y el texto. En otras palabras, es como llevar a cabo una disensión entre siameses que comparten varios órganos vitales, entre ellos el corazón. Para el sociólogo y analista francés Pierre Bourdieu, la razón es sencilla: no se puede separar al artista de su experiencia porque es en esta donde se fundamentan los pilares de su arte y se pone de manifiesto su posición frente al mundo.

Las condiciones estructurales de su pensamiento, alimentadas por la experiencia -cualquiera que esta haya sido-  se dejan ver en el producto final como enormes rayos de luz filtrados a través de una ventana abierta. En el fondo, el artista es como un espejo que refleja las axiologías dominantes del espacio y el momento histórico que le tocó vivir. Como el espejo es el elemento en el que una sociedad se mira y juzga, al artista se le exige coherencia y pulcritud. Se le exige transparencia y ser un modelo inmaculado del grupo social. En otras palabras, se le exige ser un extraterrestre: una voz lúcida pero sin los matices degradantes del espacio y del grupo.

Hace un par de años, al autor de ‘El nombre de la rosas’ y ‘El péndulo de  Foucault’, el flamante profesor de semiología de varias universidades de Europa y uno de los grandes novelistas del planeta, fue sorprendido en su carro, estacionado en plena vía pública de la ciudad de Roma, sosteniendo sexo oral como una prostituta menor de edad. El escándalo no se hizo esperar y la prensa publicitó la noticia hasta el cansancio. Eco fue vapuleado con todos epítetos que los grupos suelen darle a este tipo de hechos cuando se trata de hombres mayores que tienen sexo con niñas, pero con rejo exacerbado cuando involucra a tipos públicos que han sido entronizados como estandartes de la cultura y referentes de la formación de una sociedad.

Si esto pasa con seres excepcionales, ¿qué se puede esperar para el resto de los mortales? Castigar a Borges por su posición política, equivaldría hoy a no volver a leer a Eco por esa actitud ‘amoral’. Los artistas, por encima de su aura pública, son hombres de carne y hueso, seres que sienten, sufren, comen y cagan. Convertirlos en estatuas de mármol, impolutos, fue lo que hizo la historia con Bolívar y otros grandes héroes nacionales: los ubicó en un pedestal donde les resultaba difícil bajar para ir al baño.

Si es cierto que la obra del cantautor vallenato Diomedes Díaz no tiene los alcances universales de los versos de Borges, ni muchos menos los niveles estéticos de las novelas de Eco, no podemos negar sus calidades de artista. Díaz, aunque algunos les duelan, fue quizá el máximo representa de un folclor nacional, una música que, de a poquito, atravesó las fronteras colombianas y se escuchó en otros patios y fue replicada por otras artistas. Creo -y aquí empiezo a delirar- que si aplicáramos los estudios sociológicos de Bourdieu a la obra del Cacique de La Junta, encontraríamos los altos relieves, los encuadres, las entradas y salidas de una teoría que engarzaría perfectamente como las aristas de un rompecabezas.

La experiencia, eso que el teórico francés denominó ‘habitus’, podemos rastrearlo en cada uno de los versos y contrastarlos con cada momento de su vida. Allí encontraríamos, sin duda, a sus casi 30 hijos reconocidos, las innumerables mujeres con las que vivió, las trasnochadas eternas, las parrandas, los pases de perico, su generosidad con los amigos, su machismo trasnochado, el accidente con una vaca en una carretera de Valledupar, sus mariconerías repentinas y la muerte de una chica en uno de sus apartamento de Bogotá.

Ahora bien, creo, como escribió doña Salud Hernández-Mora en una de sus últimas columnas de El Tiempo, que Díaz  era “un pésimo ejemplo vital”. Pero también creo que hasta eso es relativo. El problema con la señora Hernández, al igual que con muchos otros, es que todavía no ha podido hacer esa escisión entre el hombre y el artista. Es probable que su estructura mental sea coincidente con la de los antiguos romanos que no podían diferenciar con claridad lo que pertenecía a Dios, lo que era del emperador y lo que concernía al Estado, porque en el fondo todo era una misma cosa.  

En Twitter: @joarza
*Docente universitario.

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