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TAL COMO SHAKESPEARE

Los insignificantes episodios domésticos de este par de aburridos príncipes de Gales nos apasionan tanto como si fueran las tragedias de Shakespeare.

Antonio Caballero
3 de agosto de 1992

CUANDO SE CASARON HACE 10 AÑOS los príncipes de Gales, la prensa populachera, que es prácticamente toda la prensa del mundo, aseguró que era la boda del siglo, que es lo que dice la prensa cada tres o cuatro años, cuando hay boda. La prensa populachera inglesa, que es la peor de todas, dedicó entonces muchos meses a la imbecilización de sus lectores, empeñada en hacerlos adorar a la pareja: "Cuento de hadas", etcétera. Y los lectores la adoraron, la adoramos. Hasta el punto de que la víspera de la ceremonia la ciudad de Londres, tan seria y gris, con sus buses colorados de dos pisos y sus hordas de corredores de bolsa tocados de bombín, tenía el aspecto de Calcuta: decenas de millares de personas dormían en las aceras para poder quedar al día siguiente en la primera fila del magno espectáculo y ver pasar de cerca los caballos, las carrozas, los arzobispos, los reyes invitados. En la iglesia, cuando Diana dio el "sí", hasta los propios periodistas carroñeros de la prensa populachera se sintieron ganados por la farsa: yo vi llorar a muchos, (Porque también yo estaba ahí, prácticamente como corresponsal de guerra). Huho desmayos, Todas las televisiones del planeta se emocionaron al unísono y halo las cupulas sombrías de la catedral de San Pablo se alzó un aletear pálido de sombreros de damas de la aristocracia inglesa, como un vuelo de gaviotas.
Después, durante 10 años, la prensa populachera nos fue dando a diario cumplida cuenta de la felicidad conyugal de los dos príncipes. Su luna de miel en un buque de guerra. Sus vacaciones en las Bahamas. Sus partos sucesivos, con los correspondientes cañonazos. Sus vacaciones en Palma de Mallorca. Sus visitas oficiales a las antiguas colonias del Imperio Británico: el príncipe con gorra de marino, la princesa con guantes de hilo blanco, y un ventilador en el techo. Sus vacaciones en Escocia. Sus visitas a minas de carbón, a hospitales para poliomielíticos, a submarinos atómicos, a ancianatos. Sus vacaciones en Gstaad, La princesa con casco de minero, con casco de aviador, con máscara de médico. El nuevo look de la princesa: con el pelo más corto, más largo con el pelo igual. El príncipe con el sano color rojo ladrillo oscuro del que acaba de jugar una partida de polo con unos amigotes. Los periódicos nos mostraron fotos. El príncipe y la princesa se besaban.
Con el paso del tiempo, sin embargo, hasta el sector más bobalicón de la prensa populachera se hartó de tanta dulzarronería. Los lectores empezamos entonces a descubrir cosas extrañas. Vimos al príncipe, en una imagen borrosa lograda con teleobjetivo, abrazando a una antigua novia. Vimos a la princesa bailando sola, como borracha. Vimos al príncipe sentado solo a la orilla de un río y como abandonado, pintando una acuarela. Llegamos a atisbar inclusive una teta de la princesa, o tal vez media (la foto no era buena), en unas vacaciones en las Bahamas, o en Palma. Los vimos a los dos juntos en un campo de polo: parecía que se gritaban. Vimos al príncipe llevando a los niños de la mano al colegio, él solo. Y a la princesa, ella sola, recogiéndolos. Cuando esta ultima imagen le dio la vuelta al mundo, ya los lectores de la prensa escandalosa, que somos todos, no abrigábamos ninguna duda: como tantas parejas felices al cabo de los años, los príncipes de Gales habían llegado al cabo de su aguante. Todo eso, por añadidura, era atizado por la prensa escandalosa, ahora resuelta a ensuciar con el espectáculo de la infelicidad de los príncipes a tantos lectores como, en su momento, había logrado degradar con el espectáculo de su dicha. Así, casi cada día nos cuentan un chisme nuevo: que él tiene varias amantes (hemos visto fotos); que ella coquetea con un palafrenero (hemos visto fotos); que la madre de él, la Reina, no la mira a ella con buenos ojos (hemos visto fotos, pero la Reina tiene en ellas los mismos ojos avinagrados de montar a caballo, de acariciar un perro, de mirar a su marido o de pronunciar un discurso ante el Parlamento). Nos han dicho que el príncipe y la princesa ya no duermen juntos (no hemos podido ver fotos) y que el gobierno británico está muy preocupado (vimos una foto del Primer Ministro en la puerta del numero 10 de Downing Street saludando a la prensa con aire preocupado). Y finalmente, hace ocho días la verdad estalló en todas las primeras planas: nos mostraron a la prinsesa llorando a moco tendido. Los periódicos más escandalosos nos han revelado además que, tragándose las lágrimas, mascullaba con ira: "¡Bastardo! ¡Otra vez me dejas sola!"
En eso vamos. Y hay que reconocer que la prensa populachera, escandalosa y vil, ha conseguido su objetivo: los insignificantes episodios domésticos de este par de aburridos príncipes de Gales nos apasionan tanto como si fueran las tragedias de Shakespeare. Debe ser que no nos merecemos otra cosa.

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