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Pero la felicidad es la obsesión verbal de su jefe, el alcalde Enrique Peñalosa, como la de aquel Palito Ortega argentino que cantaba brincoteando la canción de ese título: –¡La felicidá-á-á-á-ah!

Antonio Caballero, Antonio Caballero
2 de febrero de 2019

¡LA FELICIDÁ-Á-Á-Á-ÁH!

Más vergonzosa todavía que la decisión de talar el parque del Japón para abrirle espacio a una cancha de fútbol de grama sintética es la defensa que de ella monta su responsable, el doctor Orlando Molano, director del Instituto Distrital de Recreación y Deporte: hacer del pequeño parque, que hoy “se ha convertido en lugar de tránsito sin ningún tipo de vida”, un sitio en el que “los bogotanos puedan ser más felices”.

¿Sin ningún tipo de vida? El doctor Molano parece no saber que la vida es tránsito.

Pero la felicidad es la obsesión verbal de su jefe, el alcalde Enrique Peñalosa, como la de aquel Palito Ortega argentino que cantaba brincoteando la canción de ese título:

–¡La felicidá-á-á-á-ah!

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Peñalosa quiere sembrar la ciudad de Bogotá de los que llama Centros de Felicidad (siete Cefes tiene anunciados), siguiendo el ejemplo de Nicolás Maduro con su creación del Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo (esperemos que con mejor resultado). Ya Colombia entera había quedado de segunda –detrás de no sé cuáles islas del Pacífico sur– en las mediciones de Diagnóstico de la Felicidad que encargó por una millonada Simón Gaviria cuando era director de Planeación Nacional. La idea no es nueva, aunque sea cursi (nunca lo cursi es nuevo). La tuvo hace cincuenta años el rey de Bután,en el Himalaya, cuando ordenó calcular la Felicidad Nacional Bruta de su pequeño reino. Y la inspiración primera tal vez venga de los Padres Fundadores de los Estados Unidos cuando justificaron su derecho a la independencia sobre la búsqueda de la felicidad, “the pursuit of happiness”.

Tomo la pluma lírica del sonreído funcionario “municipal y espeso” (para usar la expresión de otro poeta, Rubén Darío) en su columna institucional de El Tiempo, para quien la felicidad, esa cosa inasible hasta para el mismísimo Palito Ortega, está clara: “La felicidad está en la igualdad”. ¿Y esta en dónde está? En los parques, “donde todos pueden entrar sin importar qué cargo tienen o en cuál estrato viven”.

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Para el funcionario “el éxito de un parque no se mide por su belleza” sino “en cuánta gente lo usa”. Y el “nuevo parque Japón” (así lo llama, talándole el “del” incluso al nombre), una vez talados treinta y tres (ya van ocho) de los noventa y ocho originales, estará lleno de gente: se aspira a aumentar en diez puntos porcentuales el numero de personas que vayan a “transformar sus vidas”. ¿Cómo? Lo explica el bucólico funcionario: “En un lugar donde el único ruido que se escuchará serán las risas de los niños que escalen en los módulos de arañas que instalaremos, donde veremos a los adultos mayores disfrutando de jornadas de yoga al aire libre, donde las familias tendrán un espacio maravilloso para reunirse, donde los jóvenes encuentren en la recreación y el deporte un estilo de vida que los acompañará siempre”.

Pobres jóvenes, condenados por el autoritario alcalde y sus adláteres a toda una vida de recreación activa, trepando por “una colorida y moderna zona de juegos infantiles”, o jugando en la cancha de fútbol que “no es exclusiva para fútbol, sino que la pueden usar para prácticas como yoga, rugby, o para hacer jornadas de aeróbicos”. Pobres jóvenes. Ya nunca podrán sentarse tranquilamente a descansar en los viejos bancos de madera (pues el nuevo parque “también contará con modernas bancas y nueva iluminación”) a la sombra de los corpulentos y copudos árboles que habrá sido necesario talar para que quepan las canchas. Se habrá acabado la paz del parque.

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Pero es que, según nos informa el enérgico director del IDRD, “este es el verdadero sentido de la igualdad, el derecho y el respeto en la construcción de una mejor ciudad”.

Pobres los bogotanos, con estos alcaldes que tenemos.

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