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TEORIA DE LOS CARAMELOS Y LA INFLACION

Semana
27 de septiembre de 1982

Confieso humildemente, y con un poco de verguenza, que llevo como quince años tratando de comprender qué diablos es la inflación. Como tengo entendido que la lectura es un vicio solitario--tan solitario como todos los placeres verdaderos de esta vida--con el paso del tiempo he ido adquiriendo la costumbre de encerrarme cada mañana en el cuarto de baño, armado de valor y de un periódico.
El periódico lo utilizo para buscar las páginas económicas, con el aliento contenido por la emoción, como aquellos gambusinos del Viejo Oeste que rastreaban una veta de oro en la montaña, mientras los contemplaba su burro piojoso cargado de cacerolas. Alimento siempre la ilusión de encontrar por fin el alma caritativa de un reportero que me explique, con palabras cristianas, lo que es la inflación. Y el valor me sirve para soportar sin lágrimas, mañana tras mañana, un nuevo desencanto.
Me he gastado los mejores años de mi vida en esta pesquisa inútil desesperante, agónica.
Los redactores encargados de las columnas bursátiles y financieras no alcanzan a imaginarse hasta qué punto son ellos culpables, casi criminales, de esta desazón que me agobia y me acompaña a todas partes como un mal de amor. Dios quiera que estas líneas sirvan para despertarles un poco de compasión cristiana. Los periodistas especializados en asuntos económicos--entre los cuales se hallan algunos de mis mejores amigos--son algo asi como aves raras, unos seres extraños e insulares, que no se parecen en nada al resto de los mortales. El suvo es un idioma de vademecum, intrincado, cifrado, una especie de jeroglífico. De esa jerigonza, a la que sólo tienen acceso los iniciados, forman parte unas palabras tan misteriosas como "libor, estanflación, petrodólares, balanza de pagos, semestre anticipado efectivo, prime rate" y algunas otras de similar calibre.
Lo que quiero decir--y he comenzado otra vez a desvariar, como me pasa siempre--es que después de tantos años dedicados infructuosamente a esta búsqueda desesperante, creo que al fin he descubierto lo que es la aunténtica inflación. Pero lo he descubierto por mis propios medios apelando al recurso de los recuerdos, que suele ser más efectivo que todos los libros dem economía juntos.
La señora Ana González, alma bendita que debe estar en el cielo, vivía en San Bernardo del Viento, era miembro de la hermandad del Sagrado Corazón de Jesús y tenía un ventorrillo frente al colegio del profesor Canabal. Era una mujer piadosa que colmulgaba los primeros viernes y ayudaba a los menesterosos.
Resulta que la señora Ana González vendía en su tienda caramelos de todas las especies: caimanes de caña chilena, arrancamuelas con coco, alfajores y casabitos con guayaba. Sus galletas de limón no han sido igualadas ni siquiera por esas fábricas de galletas holandesas tan famosas en el mundo entero. Para evitar que la boca se me haga agua, prefiero no recordar los bocadillos de plátano envueltos en hojas de bihao.
La señora Ana González, que tenía ciertas habilidades comerciales en una época en que no existía el Pacto Andino ni esas carajadas, puso en práctica un sistema muy ingenioso para atrapar a la clientela: cuando los muchachos de aquel entonces llegábamos al colegio del profesor Canabal --que era una casita de palma en el camino real--le entregábamos a la señora Ana los centavos que nos daban en la casa para las golosinas del recreo. Ella, a cambio nos extendía unos papelitos blancos, preciosamente recortados con tijeras, de un cuaderno viejo, y en los cuales, a modo de garantía bancaria iba estampada con tinta verde su firma preciosa llena de filigranas.
Cuando saliamos de clases, bastaba con cruzar la calle, entregarle el vale y la señora Ana nos vendía todos los animales de su fascinante fauna de caramelo. Recuerdo que a mí lo que más me gustaba era el pato pirulí que se deshacía en el paladar.
Las cosas marchaban viento en popa en aquel rudimentario mercado de monedas, papelitos y dulces. Hasta que un día Jairo Revollo, que entonces tenia una especial tendencia a la maldad, pero que ahora es representante de la Procuraduría General de la República en Cartagena, descubrió la forma de hacerle trampa a la señora Ana González.
Durante largas noches se quemó las pestañas, con una dedicación digna de mejor causa, hasta que aprendió a falsificar la firma sin temblores y sin sobresaltos.
A partir de ese momento empezaron a circular por toda la escuela unas cantidades alarmantes de papelitos con la firma de la señora Ana. Al principio con miedo, como la zozobra del ladrón que espera que lo sorprendan en el momento de su fechoría, pero después con una seguridad producida por la desverguenza, los muchachos del colegio nos lanzamos a entregar vales por los que no habíamos pagado previamente, pero a cambio de los cuales disfrutamos del placer incomparable de comernos los caramelos ajenos.
No sobra advertir que la señora Ana González, virtuosa y confiada, jamás descubrió la trampa Pero sucedió la ciesgracia que tenía que suceder: un día observó que en sus frascos de vidrio alineados a los largo del mostrado;, había más papelitos que monedas. Y menos caramelos. A partir de entonces la pobre. mujer se gastó--como me ha ocurrido a mí con los redactores económicos- los últimos años de su vida tratando de hallarle una explicación a aquel enigma que parecía cosa del demonio y que hubiera servido de título para una estupenda novela de Agatha Christie: "El misterioso caso de los caramelos perdidos".
Ahora, cuando han pasado tantos años y tantas cosas, se me ocurren dos reflexiones. La primera es obvia: a la señora Ana González le pasó lo mismo que le está pasando a Colombia. Tenía en sus arcas más papelitos que plata y menos caramelos. Se la tragó la inflación.
Pero además, y en segundo término, me pongo a pensar que si lá señora Ana González, después de haber recibido el dinero de sus clientes, se hubiese negado ladinamente a reconocer el valor de los papelitos de recibo firmados por ella misma, hoy no estuviera enterrada en una humilde tumba del cementerio de San Bernardo del Viento. Por el contrario: sería dueña de una corporación de ahorro... -

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