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13 de octubre de 1997

El cruce de cartas, un poco atropellado, entre los exploradores gubernamentales de la paz y el presidente Ernesto Samper pone al país de nuevo a las puertas de otro diálogo con la guerrilla y, a juzgar por el tono de esas notas, el asunto promete estar mucho más movido que de costumbre. Existía la expectativa de que Daniel García-Peña y José Noé Ríos, algo así como dos boy scouts de la paz que salieron un buen día con sus uniformes de exploradores y con la misión de buscar por el mundo a los señores guerrilleros, trajeran la respuesta a la pregunta de en qué condiciones se sentarían a hablar en serio sobre la forma de poner fin a la violencia. Del informe de los exploradores se desprende que los contactos con los guerrilleros fueron más bien precarios. Aparte de las conversaciones con los guerrilleros que están en la cárcel, cuya importancia jerárquica en sus movimientos es cada día menos clara, no parece que las Farc ni el ELN le hayan hecho mucho caso al deseo del Presidente de sentarse a hablar. Sin embargo el documento de García-Peña y Ríos es un juicioso compendio de lo que en realidad exigen los guerrilleros como catálogo de garantías y como temario mínimo de un primer acuerdo para orientar las negociaciones. El Presidente respondió al minuto con una propuesta audaz en ambos aspectos, que la guerrilla no había comentado a la hora de escribir esta columna. Vendrá la discusión sobre si Samper hace esto sólo para garantizar las elecciones, que las ve enredadas por la ofensiva de los insurgentes. Pero aun en el caso de que esto sea cierto es una necedad detenerse ahí, pues la garantía de seriedad del asunto no está en Samper sino en quien lo suceda: en los 10 meses que le quedan a este gobierno no hay tiempo para nada distinto a sentarse en la mesa. La verdadera negociación vendrá después. Si es cierto que va a empezar un nuevo diálogo, hay que sacar entonces la gran pregunta: ¿qué se va a negociar? Cada vez que se abre esta discusión surge la afirmación de que el gran obstáculo para lograr un acuerdo es que la guerrilla no sabe qué quiere. Cosa que es cierta. Lo que no se dice es que el establecimiento tampoco sabe qué está dispuesto a conceder, y esto es más grave que lo primero.Puede sonar duro, pero pienso que a la guerrilla hay que darle territorio. No para conformar una república independiente, sino para ratificarles el poder que tienen por las armas en varios municipios del país, pero en la forma de poder político. Algo similar a lo que pasó en todo el país tras la firma del Frente Nacional.En aquella época, en los centenares de municipios de todos los tamaños que estaban en poder de godos o liberales y que habían llegado a sus manos por la vía del aniquilamiento o el destierro forzado de sus enemigos, quedó homologada esa situación tras el pacto político sin que nadie se pusiera a esculcar en el espantoso proceso previo. Las imágenes diarias de la violencia en Colombia son un retrato macabro del abandono de unas zonas inmensas del país. El establecimiento (el Estado, la clase dirigente o como se quiera llamar al poder en el último medio siglo) le ha dado la espalda a todas las regiones que no tuvieran un número significativo de electores. Por eso se le pone a uno la piel de gallina al ver que Mapiripán, por ejemplo, que está al pie de Villavicencio, es un lejano territorio al que sólo se puede llegar tras un día de viaje, si es verano, o en dos jornadas en invierno. Y allí se enfrentan, como salvajes, guerrilleros y paramilitares, pero ni siquiera frente a frente sino mediante el exterminio de unos campesinos, sospechosos de ayudarles a un bando o al contrario. Uno se pregunta si esos pobres que vemos todos los días por televisión, vestidos a medias y abandonados a su suerte, tirados sobre un ataúd y dando alaridos de tristeza por la muerte absurda de un ser querido, no estarían mejor si sus gobernantes legales fueran quienes hoy lo son a las malas. Quién sabe. Y ese acuerdo debería ir acompañado de un inmenso esfuerzo presupuestal para rehabilitar, a nombre de la paz, esos lugares materia de negociación política. Para el establecimiento, el hecho de sentarse a hablar de paz debe ser, a la vez, un acto de reconocimiento de su inutilidad en el manejo pasado del gobierno en la zonas de violencia, y ese precio hay que pagarlo en la negociación con la guerrilla. Ya veremos si los guerrilleros tiene algún interés en abandonar su azarosa pero muy lucrativa actividad.

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