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Testigo ocular

Lo grave para el poder no es cometer crímenes, sino que queden pruebas. Por fortuna, las cámaras aficionadas se están encargando de que esas pruebas sean más frecuentes.

Daniel Coronell
6 de enero de 2007

Las cámaras aficionadas están cambiando la historia. La cadena de intermediación –y frecuentemente de censura– entre los acontecimientos y la gente se viene reduciendo velozmente. Siete millones de personas vieron por Internet la verdadera ejecución de Saddam Hussein, antes de que un medio occidental la publicara. Dos minutos y 36 segundos de imágenes, y sobre todo de sonidos no censu-
rados, le mostraron al mundo que quienes sucedieron al criminal dictador no son mucho mejores que él.
Otro ejemplo de la revolución de las imágenes aficionadas son las fotos tomadas por los mismos soldados estadounidenses que servían de carceleros en Abu Grahib. Por ellas fue posible descubrir las torturas en la prisión manejada por las fuerzas de ocupación. Fuerzas que han justificado su presencia en Irak –entre otras razones– por la necesidad de defender los derechos humanos.
Para no ir más lejos, Colombia conoció esta semana un nuevo episodio de maltrato físico en el Ejército, gracias a que un cabo grabó a un capitán mientras golpeaba a los soldados bajo su mando.
En todos los casos, las imágenes han sido objeto de un debate igual o mayor que el que han merecido los actos de barbarie que registran.
El Primer Ministro iraquí declaró su repudio y su indignación, no frente a lo que sucedió durante la ejecución de Saddam Hussein, sino ante el hecho de que un video no oficial se hubiera filtrado al mundo. El gobierno de ese país declaró que el video puede contribuir a aumentar las tensiones entre chiítas y sunitas.
A juicio de los sucesores de Saddam, lo grave no son los insultos, ni las expresiones sectarias y vengativas que acompañaron al dictador al cadalso, sino que Irak y el mundo pudieran conocer esos sonidos. Por eso, en el video oficial del ahorcamiento, el audio fue suprimido.
En el caso de Abu Grahib sucedió algo parecido. El problema inicial fueron las imágenes, no los abusos. Cuando el programa 60 minutos y la revista The New Yorker revelaron las fotos que probaban las torturas en la cárcel manejada por las tropas americanas, la primera reacción no tenía por objeto aclarar los hechos, sino ocultarlos. Mientras el Pentágono hacía lobby en los medios para impedir que el escándalo creciera, calificándolo de asunto menor, a los militares presentes en Irak les fue prohibido el uso de cámaras fotográficas y de video en horas de servicio. Prohibición que sigue hoy vigente.
Guardadas las proporciones, también en el reciente caso colombiano se está desplazando la atención del atropello mismo a la imagen que lo registra. El cabo que grabó los tablazos del capitán a los soldados, y que entregó el video al Canal Caracol, está pasando de acusador a acusado. Ahora tiene que explicar por qué lo hizo.
El capitán denunciado asegura que el cabo lo grabó para vengarse de una investigación que le abrió por rayarle el carro. El problema no está en lo que el señor capitán hizo, sino en la pretendida mala intención de quien logró la prueba.
El oficial considera que tiene derecho a apostar permisos con los subalternos como si fueran esclavos suyos. Él puede concederles la gracia del descanso, o una golpiza, según lo juzgue conveniente. Moler a tablazos a un muchacho que presta el servicio militar es el resultado normal de un juego, pero rayar el carro de un capitán sí es algo muy serio. Peor aun grabarlo ejerciendo los privilegios propios de su rango.
Tres ejemplos para mostrar la curiosa moral del poder en sus respectivas escalas. Lo grave no es cometer crímenes, sino que queden pruebas.
Por fortuna, las cámaras aficionadas aquí y allá se están encargando de que esas pruebas sean cada día más frecuentes.

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