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Testimonio de mi conversión

Luis Carlos Vélez no estaba cubriendo la noticia: ¡Ese sí es un milagro!, me dije.

Daniel Samper Ospina, Daniel Samper Ospina
18 de mayo de 2013

Mi vida carecía de sentido. No creía en nada: ni siquiera en un ser superior, llámese Cristo o Buda o Álvaro Uribe; mucho menos en el actual gobierno, el cual me parecía ligero y populista. Enceguecido por mi amargura, muchas veces pensé en suicidarme o, incluso, en leer a Paloma Valencia.

Mi apatía me había alejado de la Iglesia; especialmente del papa Francisco, de quien reconocía que era un hombre bueno, capaz de besar al leproso y, más valiente aún, a Cristina Fernández, pero sobre quien la prensa reseñaba, alborozada, cualquier nimiedad como si fuera un acto divino: los titulares señalaban con éxtasis que el Santo Padre le había dado las gracias a un portero; se había servido el almuerzo él solito; había cancelado la suscripción del periódico en persona: ¿qué significaba todo eso?, me preguntaba: ¿que los otros papas eran unos nazis que hacían conejo y no daban las gracias nunca? Si es por pagar una cuenta de hotel o renunciar a unos zapatos rojos marca Prada, yo también tengo perfil para ser papa. 

Por si fuera poco, no me acostumbraba al dejo gaucho con que suele hablar Su Santidad: las homilías no me parecían dictadas por el vicario de Cristo, sino por un director técnico: “Protegé al débil, hacele espacio a la ternura, abrí las puntas”... “perdoná al prójimo, amá a dios, jugá más a la derecha”… Porque el papa Francisco tiene un acento argentino tan marcado que es fácil confundirlo con Carlos Antonio Vélez: si no fuera porque el profe Vélez pontifica mucho más, cualquiera pensaría que el Sumo Pontífice es comentarista de Antena 2.

Una mañana en que me encontraba escribiendo un artículo, una bruma luminosa invadió mi estudio y súbitamente se materializó en el aire una mujer rolliza, recubierta en las mejillas por una suave pelusilla, como un durazno, y dijo unas cosas muy bonitas sobre los indios. 

En un comienzo pensé que se trataba de Clarita López, me prometí votar por ella y sentí una paz que nunca antes había sentido. Y más cuando con voz suave me dijo:
–Hijito, recíbeme en tu interior.

Unos días después, observé en el noticiero la canonización de la madre Laura, y capté que aquel rostro regordete de la aparición en realidad era el de ella. Y entonces fui testigo de su tercer milagro en línea: y es que, pese a que sucedía en Roma, Luis Carlos Vélez no estaba cubriendo la noticia: ¡ese sí es un milagro!, me dije. Y me postré en el suelo y comencé a rezar. 

En ese instante las imágenes mostraban que Su Santidad saludaba a la comitiva nacional, encabezada por Roy Barreras, que fue en representación de la fauna nacional, y por Alejandro Ordóñez, que lo hizo a nombre de monseñor Builes, y pude ver a Tutina, a Cristina Plazas, a la canciller, y a todas esas piadosas damas que estrenaban mantilla, y se me llenaron los ojos de lágrimas. Y entonces volví a creer, así de sencillo. 

Hoy en día soy otra persona. Ahora amo más. Y lo digo literalmente: desde que me irradió la luz divina, siento unas ganas profundas de estar con la doctora Ilva Myriam Hoyos, por ejemplo. Ella es mi tipo. Y hablo en sentido figurado, se entiende, porque doy casi por hecho que ella es mujer. Cuando la vi chateando contra los homosexuales en pleno Congreso, caí rendido: esta es la mía, me dije; esta mujer tiene valores. 

Porque aprobar el matrimonio entre parejas del mismo sexo nos llevaría a la ruina moral: ¿qué sigue después? ¿Que se casen los negros? ¿Reconocer que los indios tienen alma? ¿No se dan cuenta de que sus jornadas laborales valdrían más? 

También me atrapó su belleza física, porque, si bien el Santo Padre está obligado a soportar las tentaciones de la carne, asunto especialmente meritorio en un papa argentino, yo no. Y cada detalle de la doctora Ilva Miriam me resulta irresistible: ese sastre de croché que huele a naftalina. El moño. El rosario. La medalla. El liguero oculto, la tanga secreta. Las esposas. El antifaz. La fusta. Todo.

Desde que recibí a Dios en mi corazón, oro para que la madre Laura nos conceda otros milagros: que el nuevo secretario de Petro no renuncie en tres meses; que Petro sí lo haga; que Jota Mario Valencia se retire de la televisión; que Pachito se peine como adulto para que salga mejor en las vallas de las Farc; que Armandito Benedetti deje de estar envuelto en riñas callejeras. 

E incluso le he escrito al pastor universal para que nos conceda la gracia de tener otra santa, que puede ser Lina Moreno. Porque solo una santa se aguanta a Uribe de marido: utiliza su sostén sin permiso; la acusa de derrochona cuando hace mercado; por andar pegado al Twitter, deja el gustico para mañana; lanza frases como “seguramente no estaba recogiendo café” cuando ella viaja a una finca; mientras revisa si lavó bien la loza, dice “parece esfuercito de caballo discapacitado”. Y la madre Lina lo soporta todo con dulzura y abnegación.

Pero lo más valioso de mi conversión es que ahora creo en el gobierno. Cuando vi que Santos hizo peregrinación a Jericó, me identifiqué con él. Es un hombre piadoso y ahora lo admiro. No tendrá pantalones, pero demostró que tiene calzoncillos. Y calzoncillos grandes, por si su idea es recibir a la madre Laura en el interior.