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UN CANTO A LA VIDA

Semana
11 de abril de 1988

En los últimos quince días dos amigos míos, a quienes les seguiré guardando para siempre un cariño que va más allá de la muerte, han hecho el triste viaje que no tiene regreso. Han elevado anclas, como decía Barba-Jacob, para desplegar sus velas ante el empuje del viento ineluctable.
Al primero de ellos, que se llamaba Belisario y era un hombre tímido que se escondía detrás de sus espejuelos de miope, lo enterraron en su pueblo natal, en medio del cántico de los coros escolares y las delegaciones de acción comunal, al pie de una colina del Valle del Cauca. Al otro que tenía el nombre bíblico de Samuel, se le detuvo el corazón frente a una playa prodigiosa del Caribe, mientras veía las palmeras encorvándose por el paso implacable de la brisa de Tolú.
A los dos les tuve un afecto tan genuino que me negué rotundamente a verlos envueltos en el olor hiriente de la madera barnizada de los ataúdes. Debo decirlo de una vez, sin ambages, como quien hace una declaración sobre los textos sagrados: jamás asisto a los funerales de la gente que amo. Me resisto a darle a la muerte el gusto de saberse vencedora, para que se relama de placer, mientras yo me estoy acabando por dentro.
Creo en la vida, a pesar de las aplastantes demostraciones de su poder que la muerte nos presenta cada día, porque he visto abrirse el capullo que mañana se convertirá en rosa, aunque en la misma macetera haya una gardenia marchita. Porque oigo la risa espumosa de mi niña que juega detrás del escaparate donde están los retratos de sus bisabuelos desaparecidos. Porque en las mañanas -después del manto negro de la noche- he descubierto que el sol pespuntea por el naciente. Porque el otro día leí en alguna parte que los chinos dicen que de la nube más lugubre también sale agua cristalina.
Pienso, desde el fondo de mi corazón, que la verdadera guía de nuestras vidas no es la ceniza sino la llama. La llama arde, crepita, palpita, ilumina. La ceniza, en cambio, es una alegoria de la derrota. Por eso prefiero llevarme entre las telarañas tupidas de la memoria el recuerdo de mis amigos vivos, cantando y riendo, y no la desgarradora imagen de un hombre inmóvil en una caja, vencido por la marca indeleble del formol, rodeado por un olor melancólico de cirios.
Ni siquiera acompaño los cortejos funerarios hasta el cementerio. Me parece que todo sepelio multitudinario es una impertinencia porque viola la intimidad del dolor ajeno. El dolor es uno de los derechos humanos más conmovedores y hay que respetarlo. Hay que dejar que cada hombre -el padre, la madre, el hijo, el amigo- sienta el dolor de su propio muerto a solas con su alma. El más humano de los sentimientos, y el más puro, no es el amor sino el dolor. Es un vicio solitario.
De manera, pues, que no asisto a pompas ni exequias. Ni siquiera quise ver las del hombre que más he amado en este mundo, cuando sus vecinos y su familia lo llevaban a sepultar bajo una ceiba en el camino real de San Bernardo del Viento. Prefiero recordarlo como la última vez que lo vi, envuelto en el hálito de luz azulosa de las seis de la tarde, parado bajo la enredadera del patio, espantando con las manos los pájaros que se acercaban a picotear las uvas que él mismo había sembrado.
A Belisario me parece estarlo viendo, en la Placita del Correo, en pleno centro de Cali, tomándome el pelo porque nunca me ha gustado el chontaduro e invitándome a beber un fresco de limonada donde "Los Turcos" de la sexta.
No acepto la tesis fatalista según la cual lo más importante no es la vida sino la muerte. Creo que hay vida más allá de los cementerios, no sólo porque soy un cristiano, sino porque he visto en algunas regiones del Sinú a los deudos poniéndoles en el catafalco a sus finados un calabazo de chicha de arroz, un manojo de tabacos revueltos y unas maracas para que vengan de noche a divertirse y a recoger los pasos que dieron en este mundo.
Por eso, porque a mis difuntos los recuerdo siempre con la alegría de haberlos tenido junto a mí, porque me niego a mirarlos cuando sus ojos se cierran, porque a veces hablo con ellos para preguntarles cómo están las cosas por allá, por eso es que a veces cuando el fallecimiento de otra persona querida me desgarra las entrañas, saco bríos de mi propio dolor, levanto la cabeza y -tal como me ha pasado dos veces en esta quincena- repito la exclamación formidable y brava de San Pablo: "Muerte, ¿dónde está tu victoria ?".