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Un debate lamentable

La controversia está atrapada en un falso dilema: o intervencionismo para crear más privilegios, o mercado para más exclusión

Semana
3 de septiembre de 2001

Gaviria disparO el gasto pUblico pero Samper hizo las privatizaciones. Así que —¡oh país de babas!— el neoliberal agrandó el Estado y el socialdemócrata lo achicó.

En lo de la apertura no hubo diferencia: ni Samper trancó las importaciones, ni controló los movimientos de capital. Así que Serpa no tiene autoridad mu-

cha ni poca para venirnos ahora con el cuento de “enterrar el neoliberalismo”.

Pero lo raro no es la demagogia. Raro es que tantos masters y Ph.D tomen en serio semejante pendejada. Y así, los indefensos lectores de Diners, Portafolio, Dinero, La República, La Nota, El Tiempo y El Espectador estamos asistiendo a una pelea entre escuelas que hasta hoy ha producido más calor que luz.

Tal vez eso se deba a que antes de ensayar el neoliberalismo había que tener liberalismo. Y Colombia jamás fue liberal, es decir, nunca el Estado trató a los ciudadanos como iguales: la nuestra fue una colonia de encomenderos y negreros, una República de hacendados y gamonales, una “modernización” de industrias protegidas y sindicatos rentistas.

Es una sociedad con dos clases de personas: las que tienen palanca y las que están excluidas. El intervencionismo, en un país así, no mejora la vida de la gente sino la de los vivos: por eso se equivocan los socialdemócratas y en esto aciertan los neoliberales.

Pero el remedio no está en que el mercado actúe libremente, porque un mercado que parte de diferencias extremas no hace sino agravarlas; y en esto se equivocan los neoliberales.

De modo que el debate está atrapado en un falso dilema: o intervencionismo para crear más privilegios, o mercado para crear más exclusión. El dilema es falso porque existe otra opción: intervención decidida del Estado para eliminar los privilegios, para hacer que funcione de veras el mercado, para que haya un país liberal en vez de neoliberal.

Un mercado abierto y competitivo es necesario para la libertad política y para el crecimiento económico. Pero la competencia supone que se cumplan los contratos. Supone que los precios reflejen el valor verdadero de los bienes —incluido el valor del trabajo femenino y el valor del medio ambiente—. Supone que no existan monopolios. Supone que la pobreza no sea masiva, porque pobreza es la incapacidad de competir en los mercados “originarios”: el de trabajo (si uno está desnutrido), el de capital (si no tiene fiadores), el de tierras (si carece de ahorros) y el de tecnología (si uno es analfabeta).

En una palabra, el mercado competitivo y eficiente supone un Estado activo y al servicio del interés público. Es lo que no tenemos en Colombia y lo que hace vacío el fogoso debate entre intervencionistas y neoliberales.

Sobre este vacío de fondo se levantan y engarzan otras falacias que le quitan solidez conceptual a la controversia, y otras varias miopías que le quitan proyección política:

—La falacia de atacar la persona en lugar de atacar su argumento, que es el modo más común de “razonar” en Colombia;

—La falacia de trastocar el argumento, o sea decir que el otro dice lo que no dice;

—La falacia de atribuir todos los bienes (o los males) a la política anterior, cuando se sabe que la verdad es más compleja;

—La miopía de no mirar al largo plazo, a la transformación cultural e institucional que el país necesita para absorber masivamente la tecnología de punta, o sea para llegar al desarrollo.

—La miopía de no captar o, peor, de no admitir abiertamente que sus argumentos le hacen juego a intereses privados específicos o que son propaganda electoral.

Sobre todo, en vez de sacarse clavos o repetir consignas, los empobrecidos pero devotos lectores de Hommes, Sarmiento, Steiner, Carrasquilla, Botero y hasta Abdón, atentamente les pedimos que sigan escribiendo sobre otras cosas. Por ejemplo, sobre el modo de salir de la olla en que quedamos después de ambos modelos (o si no fueron los modelos ¿para qué hablan de ellos?).

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