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MARTA RUIZ

¿Un desafuero?

Las palabras de este controvertido señor me hicieron recordar un viaje que realicé a la zona del Caguán cuando estaba en curso el famoso Plan Patriota.

Marta Ruiz
22 de junio de 2013

Hace unas pocas semanas un general de la República que goza de buen retiro, Jaime Ruiz Barrera, dijo en el Congreso, y luego en los micrófonos de la radio, que, palabra más, palabras menos, el senador comunista Manuel Cepeda, asesinado hace casi 20 años por sicarios al servicio de paramilitares, era un guerrillero de las FARC. Ese día quedó claro que Ruiz, que lleva sobre sus hombros la representación de los oficiales retirados, no puede distinguir entre un civil de filiación comunista y un guerrillero de un ejército insurgente.
¿Pensará este general que Manuel Cepeda era un blanco legítimo en la guerra?

Las palabras de este controvertido señor me hicieron recordar un viaje que realicé a la zona del Caguán cuando estaba en curso el famoso Plan Patriota, a mediados de la década pasada.

Un general que en aquel entonces comandaba la Fuerza Tarea Omega me señaló una decena de recolectores de hoja de coca que acababan de ser capturados y me dijo muy convencido: “Son milicianos”. ¿Cómo lo sabe? le pregunté. Para mí eran simples raspachines. Gente “llevada” que termina en lo profundo de la selva ganándose unos pesos, exponiendo su pellejo y su libertad en una actividad ilícita. Él me aclaró, de manera condescendiente, que mi percepción era ingenua. Que dada su experiencia en esa manigua, cultivadores de coca y milicianos eran la misma cosa.

Tenía, en el lenguaje del nuevo fuero, la convicción errada e invencible de que estos paupérrimos campesinos eran parte de un grupo armado, a pesar de que en realidad eran su carne de cañón.

Recuerdo también que cuando estalló el escándalo de los falsos positivos en el 2008, hablé telefónicamente con un brigadier general al mando de tropas en Norte de Santander. Cuando le pregunté por los muchachos de Soacha que habían aparecido como muertos en combate en su jurisdicción, me respondió sin vacilación: “No eran angelitos ni estaban cogiendo café”.

Estupefacta le pedí que me hablara de las circunstancias en las que habían muerto, que eran lo que me interesaba. No obstante, a él sólo le interesaba dejar claro que los muchachos eran parte de una banda de ladrones de Bogotá que tenía azotada la sociedad de Ocaña. Estaba convencido de manera errada e invencible de que los ejecutados eran un “blanco legítimo”.

Si esto es lo que piensan algunos generales muy influyentes, ¿qué se puede esperar de la tropa? ¿Pueden realmente diferenciar un combatiente de uno que no lo es? ¿Saber que es un civil que participa en hostilidades? ¿La situación temporal y puntual que convierte un civil en blanco legítimo?

Permítanme dudarlo. Y encender las alarmas sobre los riesgos intrínsecos del fuero militar aprobado esta semana en el Congreso por una aplastante mayoría.

Primero que todo, el fuero traiciona la esencia del derecho internacional humanitario, que es garantizar la mayor protección de los civiles en la guerra. Lo que ha hecho esta ley es recortar esta protección, con la excusa de ofrecer una mayor garantía jurídica a las Fuerzas Militares.

El fuero interpreta de manera abusiva y torcida el DIH. Abusiva porque según la doctrina internacional, el Comité Internacional de la Cruz Roja es el organismo al que se le ha delegado esta interpretación. Y torcida porque la ley aprobada olvida el principio básico de humanidad, al privilegiar de manera inexplicable y aislada el principio de necesidad militar.  

El summum de esta violación de principios es la manera como se acoge la figura del blanco legítimo, que establece como parte del enemigo los civiles que participan directamente en hostilidades.

¿Quién decide si un civil está implicado directamente en hostilidades? ¿Altos oficiales como los tres que describí al principio de esta columna? ¿Con base en los criterios “invencibles” que ellos exponen?

Otros dos problemas que veo en el fuero militar es el contexto en el que está aprobado y quién lo aplicará.

El contexto es el de un país que por primera vez abraza en serio el sueño de ponerle fin a la guerra por la vía del diálogo. Algo en lo que la propia cúpula militar dice estar de acuerdo. Y lo aplicará una institución castrense que, tristemente, se niega a abandonar la doctrina del enemigo interno y su arraigado anticomunismo. Una institución que en un alto porcentaje confunde adversario y opositor, con enemigo. Una institución fuertemente ideologizada.

El fuero ampliado que se aprobó es anacrónico y alberga inmensas zonas grises. Aun así, el problema de fondo no es su articulado, sino la doctrina, el pensamiento y la visión estratégica de quienes lo pondrán en práctica. Su apego a la guerra como fuente de poder.

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