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Un ‘jockey’ de recambio

Leo en alguna parte que Luis Alberto Moreno, embajador de Colombia en Washington, se sorprende amargamente de que el gobierno de Estados Unidos le haya donado ...

Antonio Caballero
10 de enero de 2000

Leo en alguna parte que Luis Alberto Moreno, embajador de Colombia en Washington, se sorprende amargamente de que el gobierno de Estados Unidos le haya donado (o vendido, no sé bien) unos inservibles camiones de segunda mano al Ejército de Colombia para su lucha contra la guerrilla. Leo en alguna otra parte que el mismo Luis Alberto Moreno, en su juventud, trabajó como jockey en carreras de caballos en Estados Unidos. Las dos informaciones me parecen contradictorias. Si se sorprende, es porque no fue jockey. Si fue jockey, no puede sorprenderse.

La amarga sorpresa, que no es sólo del embajador Moreno sino de todo el establecimiento colombiano, viene de una vieja ilusión. La de que los gringos están ahí para defender generosamente a las oligarquías nacionales de sus países de influencia, que hoy, desaparecida la Unión Soviética, son todos los del mundo, incluidos los de la desaparecida Unión Soviética. Una vieja ilusión nacida, justamente, de la existencia de la Unión Soviética. Porque es verdad que en los tiempos de la Guerra Fría los gringos se aliaban con todas las oligarquías nacionales del mundo no soviético contra la amenaza del comunismo. Pero no porque el comunismo las amenazara a ellas, las oligarquías locales; sino porque los amenazaba a ellos, los gringos. Más que una alianza, lo que había era un contrato de empleo, como el que hay entre el dueño de una finca y su celador: las oligarquías nacionales protegían los intereses norteamericanos en sus países respectivos, y, a cambio, los gringos les proporcionaban una cachucha y una escopeta de fisto para que ellas mismas se defendieran contra el ladrón (o sea, contra el comunismo). En los países en que el ladrón parecía fuerte y las oligarquías débiles, en vez de la escopeta les daban una ametralladora: una dictadura militar. Pero en ningún caso figuraba en el contrato que los gringos protegieran al celador si éste se mostraba incapaz de defenderlos a ellos. Se limitaban a cambiarlo, por inepto.

Lo han hecho siempre, en todas partes. Lo acaban de hacer en Indonesia, quitándole al reblandecido general Suharto su cachucha y su metralleta al cabo de 40 años de leales servicios de celaduría. Lo hicieron hace un par de años en el Congo, echando al hospital al ya inservible Mobutu para contratar en su lugar al guerrillero ex comunista Laurent Kabila. Abandonaron a su suerte, sin garantizarles siquiera una pensión de jubilación, a sus antiguos celadores de la oligarquía militar china refugiada en Taiwán cuando la China continental dejó de ser una amenaza potencial para convertirse en un mercado potencial. Alguna vez, como con Trujillo en la República Dominicana o con Diem en Vietnam, llegaron a pegarle ellos mismos un tiro a su celador ya ineficaz para dejarle el puesto a otro más joven. Exceptuando a Israel, con el cual por peculiares circunstancias de la política interna norteamericana el contrato funciona al revés (el celador es el gringo), jamás Estados Unidos le ha guardado fidelidad a ningún empleado. Ni siquiera defendieron a Inglaterra contra la amenaza nazi durante la Segunda Guerra Mundial, pese a los lazos de sangre que los unían con ella: se limitaron a darles a los ingleses unos cuantos viejos buques inservibles de segunda mano en un programa de loan and lease (préstamo y alquiler). Y sólo entraron a su lado en la guerra cuando se vieron atacados directamente ellos mismos, después del bombardeo de su flota en Pearl Harbour.

Ese comportamiento no revela una perfidia especial por parte de Estados Unidos, sino que es un atributo natural de su condición de gran potencia. “Estados Unidos no tiene aliados, sino intereses”. proclamó alguna vez John Foster Dulles, entonces secretario de Estado. Pero la frase no era original, sino copiada de algún ministro inglés de la época en que Inglaterra era un imperio: Palmerston, o Gladstone. El cual, a su vez, la había traducido del romano Catón, que a su vez la había tomado del asirio Asurbanipal. Los imperios son todos iguales: no tienen amigos, sino intereses. Y, por supuesto, empleados que los defiendan. ¿Por qué van a defender ellos a sus empleados cuando sus empleados se muestran incapaces de defender los intereses de ellos? Por el contrario: los echan, por ineptos. Y contratan otros nuevos.

Eso está pasando en Colombia. La oligarquía local sigue siendo tan obsecuente y arrodillada ante el Imperio como siempre, pero ya no defiende sus intereses con eficacia: y el Imperio exige de sus servidores no sólo obsecuencia y arrodillamiento, sino ante todo eficacia. Resulta que los celadores tradicionales colombianos ya no son capaces de controlar prácticamente ni siquiera Anapoima, donde viven ellos mismos; y mucho menos controlan las regiones petroleras y mineras, las reservas selváticas de biodiversidad o las zonas cocaleras y amapoleras: o sea, las que de verdad tienen interés para Estados Unidos. Puede que esté llegando el momento de cambiar de celador. Y sin duda no faltan solicitudes de empleo. Están los militares, aunque la incapacidad que han demostrado no los recomienda para el puesto. O los paramilitares, que han demostrado ser mucho más efectivos. O la propia guerrilla, como en el Congo. Porque aunque la guerrilla siga siendo una amenaza para la oligarquía local, derrumbado el comunismo ya no es una amenaza para el Imperio.

Por eso no debiera sorprenderse el embajador Moreno de que los gringos no ayuden más que con un mezquino loan and lease al establecimiento colombiano en sus problemas. Si lleva un año allá de embajador, ya debería haberse enterado un poquito de cómo trata a sus empleados el Imperio. Y si es verdad que, de joven, estuvo allá empleado de jockey, debería saber bien cómo son los dueños de los caballos de carreras: no les importa quién sea el jockey, sino que su caballo gane. Y en este caso el caballo de los gringos son los recursos naturales de Colombia: con tal de que sigan siendo de ellos, les da igual quién los monte. n

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