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Un panteón

El problema no está en el odio sino en el hecho de combatir. Es el combate, y no el odio, lo que provoca los muertos

Antonio Caballero
28 de abril de 2007

Respondiendo a las acusaciones de protector del paramilitarismo que le hizo en su debate el senador Gustavo Petro, el presidente Álvaro Uribe afirmó que él "no habría sido guerrillero de calumnias, sino de fusil". Aludía con eso, despectivamente, a la afirmación del propio Petro según la cual él nunca disparó un tiro cuando militaba en el M-19. Me parece que ni el Presidente en su jactancia guerrerista ni el senador en su jactancia civilista se dan cuenta cabal de lo que están diciendo.

Porque Petro sí ha sido "guerrillero de fusil": aunque no disparara ninguno en persona, pertenecía a una organización que sí lo hacía bajo el lema explícito de buscar el poder "con el pueblo y con las armas". Y por su parte Uribe, además de haber sido activo promotor de los grupos armados de contraguerrilla llamados 'Convivir' y de haber tomado como argumento central de su primera campaña electoral el propósito de derrotar a las guerrillas por las armas, es decir, además de comportarse como "contraguerrillero de fusil", ha sido también un desparpajado "contraguerrillero de calumnias", como lo saben bien sus víctimas: su antiguo seguidor y más tarde rival Rafael Pardo, y los dos Gavirias, tanto el del Partido Liberal (su antiguo jefe) como el del Polo Democrático (su antiguo profesor).

Y lo que dicen sin querer el Presidente y el senador ilumina el fondo del asunto. El cual consiste en que, aunque tengan intereses contrapuestos, tanto los paramilitares uribistas como los guerrilleros antiuribistas comparten una misma convicción: la de que los conflictos políticos y sociales de Colombia se pueden resolver pegando tiros. El resultado de esa convicción lo tenemos a la vista. Se han pegado infinidad de tiros, y en vez de haber sido resueltos se han agravado los conflictos.

Otra ilustración de lo mismo la pone, también involuntariamente, el general Álvaro Valencia Tovar, entrevistado en esta revista la semana pasada por María Isabel Rueda sobre la muerte del cura guerrillero Camilo Torres. Exclama el general:

''-¡Qué paradoja! Los dos identificados en el concepto de reivindicación de las clases marginadas, yo por las buenas y él por las malas, y me viene a buscar a donde yo soy comandante para venir a caer bajo mis tropas.''

Hombre, no. Si el general hubiera estado ahí "por las buenas" no habría tenido tropas ni habría sido comandante: y tampoco Camilo Torres habría resultado muerto de dos balazos. Ambos estaban "por las malas". Y era eso lo que los identificaba, como lo confirma a continuación el general cuando cuenta que los restos del guerrillero fueron sepultados en un panteón para soldados construido por la Quinta Brigada en Bucaramanga: "Como si fuera un combatiente nuestro".

"Yo nunca combatí con odio", explica el general. Y eso lo honra. Pero el problema no está en el odio, sino en el hecho de combatir. Es el combate, y no el odio, lo que provoca los muertos. La única verdadera virtud que tiene por eso la democracia formal -que es la única que hay- es la de que permite ahorrarse los muertos porque evita el combate armado. Es decir, lo sustituye por otras formas que hacen posible derrotar al adversario sin necesidad de eliminarlo físicamente. No se requiere panteón.

Es menos romántico, sí.