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Un párrafo verídico

Antonio Caballero
24 de marzo de 2007

Gabriel García Márquez lleva ya varios meses cumpliendo ochenta años. Y se cumplen también otros cuarenta de la publicación de... etc., etc.: la retahíla de las efemérides ya se la saben ustedes de memoria, y han visto ya todas las fotos y leído todos los textos de los agasajos, sin contar las que todavía faltan por tomar y los que todavía no han sido escritos. Empezando por el propio García Márquez, todos estamos exhaustos y hasta la coronilla. Y sin embargo quiero añadir algo yo también, aprovechando la circunstancia (poco común, me atrevo a sospechar) de que acabo de releer uno de su viejos libros: El otoño del patriarca, que en mi opinión es el mejor de todos.

Lo cual no es fácil, pues tiene varios muy buenos. García Márquez es un gran escritor. Más aún que por su prosa, un instrumento sonoro y afinado como un órgano de catedral, por lo que dice con ella: por la letra, más que por la música. Un gran escritor es uno que ve lo que otros no han visto, y lo cuenta.

Quiero ilustrar esto con un fragmento de párrafo tomado de ese libro de párrafos insondables que es el Otoño:

"... el mismo hombre mesiánico que en los orígenes de su régimen aparecía en los pueblos a la hora menos pensada sin más escolta que un guajiro descalzo con un machete de zafra y un reducido séquito de diputados y senadores que él mismo designaba con el dedo según los impulsos de su digestión, se informaba sobre los rendimientos de las cosechas y el estado de salud de los animales y la conducta de la gente, se sentaba en un mecedor de bejuco a la sombra de los palos de mango de la plaza abanicándose con el sombrero de capataz que entonces usaba, y aunque adormilado por el calor no dejaba de esclarecer un solo detalle de cuanto conversaba con los hombres y mujeres que había convocado en torno suyo llamándolos por sus nombres y apellidos como si tuviera dentro de la cabeza un registro escrito de los habitantes y las cifras de toda la nación, de modo que me llamó sin abrir los ojos, ven acá Jacinta Morales, me dijo, cuéntame qué fue del muchacho a quien él mismo había barbeado el año anterior para que se tomara un frasco de aceite de ricino, y tú, Juan Prieto, me dijo, cómo está tu toro de siembra que él mismo había tratado con oraciones de peste para que se le cayeran los gusanos de las orejas, y tú Matilde Peralta, a ver qué me das por devolverte entero al prófugo de tu marido, ahí lo tienes, arrastrado por el pescuezo con una cabuya y advertido por él en persona de que se iba a pudrir en el cebo chino la próxima vez que tratara de abandonar a la esposa legítima, y con el mismo sentido del gobierno inmediato había ordenado a un matarife que le cortara las manos en espectáculo público a un tesorero pródigo, y arrancaba los tomates de un huerto privado y se los comía con ínfulas de buen conocedor en presencia de sus agrónomos diciendo que a esta tierra le falta mucho cagajón de burro macho, que se lo echen por cuenta del gobierno..."

El otoño del patriarca no es un libro de ficción, sino de historia, Es decir: no una "novela histórica", sino una novela a secas: una que narra cosas que son perpetuamente ciertas. El párrafo que acabo de transcribir podría referirse a la audiencia pública de justicia de un emperador bizantino de hace mil quinientos años o al consejo comunitario transmitido por televisión de un presidente colombiano del momento actual. No se refiere a ninguno de los dos, sino a un tercero: el tirano imaginario de un país inexistente. Pero en los tres casos es cierto. Y esto no es reducir la novela a la insignificancia de la anécdota, sino ampliar la anécdota a la categoría de la novela. Los buenos novelistas no cuentan mentiras, sino que inventan la verdad.

Lo asombroso es que tengan éxito.

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