“Solo una cosa no hay: es el olvido”, escribió Jorge Luis Borges en uno de sus célebres poemas. Y no existe porque es el lugar donde viven los recuerdos, aseguró Carson McCullers. Nadie olvida su pasado y mucho menos sus muertos. En Colombia, la muerte es un lugar común: la vemos pasearse tranquilamente por las calles de las ciudades, por el campo y la selva. La vemos llegar a las escuelas y avanzar sin premura por sus aulas. A veces se muestra alegre entre los fusiles de las bandas criminales, o uniformada por un paramilitarismo que sigue tan vivo como la política de confrontación del expresidente Álvaro Uribe Vélez. A veces se viste de guerrilla y otras de Fuerza Pública. Su forma es lo de menos.
La historia del país es, sin duda, un relato violento. Desde la Conquista hasta hoy, la violencia ha aparecido bosquejada de rojo en ese mapa heroico que es Colombia. La política ha sido quizá su espacio natural: primero fueron las visiones antagónicas de país entre Bolívar y Santander; luego evolucionó a los estadios confrontacionales entre liberales y conservadores, que dejó una interminable lista de muertos, y aterrizó en la lucha de las guerrillas por cambiar la estructura social de una nación donde menos del 10 % de los ciudadanos tiene el poder político y económico y el resto no tiene nada.
A lo anterior se le sumó el lucrativo negocio del narcotráfico, que permeó y terminó de hacer agua el ya deteriorado sistema político colombiano. Su fuerza poderosa amenazó con desequilibrar la justicia, infiltró a los partidos políticos, a las instituciones y regresó al país a la barbarie. Nadie olvida todavía a Pablo Emilio Escobar Gaviria, a Gonzalo Rodríguez Gacha, a Carlos Lehder Rivas y esa otra larga lista de capos que surgió después. Del narcotráfico no se salvaron ni las guerrillas, que ante la idea de emplear el viejo aforismo estalinista “todas las formas de lucha”, perdieron su impulso ideológico y terminaron pareciéndose más a esos narcos violentos que azotaban con sus bombas al país que al Robín Hood romántico proyectado por las historias folclóricas anglosajonas.
Pero ante la amenaza que representaba el surgimiento de una fuerza insurgente armada sin nada que perder pero con mucho que ganar, alimentada por los millones de dólares incorporados por el tráfico de drogas, el Estado no se quedó atrás y armó a un ejército ilegal de civiles con el propósito de defender el campo de las atrocidades de una guerrilla desbordada que, como una pandemia, se tomó las cuatro esquinas del país y no permitió que los terratenientes y ganaderos pasaran tranquilos un fin de semana en sus fincas. Los secuestros se multiplicaron por mil y derivó en las llamadas “pescas milagrosas”, que aún hoy se recuerdan. No olvidemos que entre los años 1970 y 2010 se produjeron en el país 40.230 “retenciones”, según datos del Centro Nacional de Memoria Histórica, una de las cifras más altas del continente y, seguramente, del mundo.
El resultado de lo anterior fue el surgimiento de una compañía de campesinos armados, creadas a mediados de la década del ochenta en Antioquia, y que degeneró en las Autodefensas Unidas de Colombia [AUC], un grupo conformado, entre otros, por exmilitares, militares activos y civiles financiados por ganaderos, terratenientes y empresarios. En este sentido, el remedio resultó peor que la enfermedad, pues las AUC no dudaron en poner en práctica la célebre frase que se le atribuye a Atila, el sanguinario jefe huno, quien hizo polvo el ya debilitado Imperio Romano y que solía asegurar que donde pisaba su caballo nunca más nacía hierba.
A diferencias del gran Atila, las AUC no luchaban contra un imperio expansionista, ni defendían los intereses del pueblo raso colombianos, sino que protegían la propiedad de los dueños del país contra una guerrilla armada hasta los dientes --alimentada por un narcotráfico cuyas rentas millonarias les permitían crear lazos con otros grupos al margen de la ley ubicados más allá de las fronteras nacionales-- y cuyo origen fueron, precisamente, esas diferencias abismales entre los que lo tenían todo y los que no tenían nada.
Claro que en ese largo camino de lucha que ya lleva más de cincuenta años, donde la sangre sigue derramándose a borbollones, los grupos insurgentes perdieron su norte político e ideológico, y al igual que el mítico coronel Aureliano Buendía, terminaron pareciéndose más a esos seres desalmados que combatían: crearon estructuras de poder al interior de la organización similares a las estructuras que querían derrocar, se sumergieron en el tráfico ilegal de droga, convirtieron el secuestro en política, asesinaron sin piedad a todos aquellos que no compartían sus intereses, desplazaron de sus lugares de origen a miles de colombianos y sembraron grandes extensiones del territorio nacional de minas antipersonas, acabando, de paso, con la vida de cientos de campesinos y mutilando en el acto a cientos de niños de las veredas donde los frentes subversivos tenían asiento.
La historia es larga. Y al igual que a las guerrillas, las Autodefensa Unidas de Colombia terminaron desviando su propósito y se sumergieron en el narcotráfico, en el secuestro extorsivo, en el boleteo, en el reclutamiento de menores para la guerra y el tráfico de armas, entre muchos otros delitos, viendo enemigos donde solo había labriegos, gente humilde en su mayoría cuya única ideología era la supervivencia en medio de un campo que cada día les costaba mucho más trabajo hacer florecer, pues el Estado, como sabemos, siempre ha sido negligente con ese patio trasero de la economía, representado en un grupo de campesinos que, en su gran mayoría, dependía de los préstamos de la desaparecida Caja Agraria para sacar adelante sus cosechas y mantener con vida el ganado y, por supuesto, sus familias.
El surgimiento de las AUC vino de la mano de la incapacidad del Estado --como ha quedado registrado en numerosas publicaciones sobre el origen de la violencia en Colombia-- para prestarles seguridad a sus ciudadanos. Estas tienen sus antecedentes directos en los llamados “Chulavitas” y “Pájaros”, grupos irregulares armados de estirpe conservadora que surgieron a finales de la década del 40, pero que hicieron su larga carrera de la muerte en la década siguiente de la mano de los entonces presidentes Laureano Gómez y Mariano Ospina Pérez, respectivamente, quienes, como lo hiciera cincuenta años después Álvaro Uribe con las AUC, los armaron hasta los dientes para que desataran su furia criminal contra los campesinos liberales, masacrados impunemente ante los ojos de unas autoridades que se hacía la de la vista gorda o, en el menor de los casos, miraba para otro lado.
La relación directa entre “Chulavitas”, “Pájaros” y AUC no es solamente ideológica sino también territorial. El altiplano cundiboyacense y la costa Pacífica [en particular el Valle del Cauca] fueron testigos del nacimiento de una violencia que cobró vida como el fuego atizonado y luego se esparció como pólvora por toda la geografía nacional y que Gustavo Álvarez Gardeazábal retrató con maestría en su célebre novela “Cóndores no entierran todos los días” .
Según datos de la Unidad de Víctimas, la violencia que azota al país ha dejado en las últimas décadas una cifra aterradora de 6.043.473 muertos. Hasta junio de 2013, el número de personas que perdieron la vida era de 5.5 millones, lo que en sumas simples significa que en un poco menos de doce meses casi quinientos mil personas fueron asesinadas por razones exclusivas del conflicto.
Las zonas del país donde se produjeron el mayor número de masacres coincide, precisamente, con los espacios geográficos donde han tenido mayores incidencias las guerrillas, paramilitares y las emergentes bandas criminales, consideradas remanentes de los frentes armados liderados por el extinto Carlos Castaño y sus hombres. Si es cierto, como sabemos, que las cabezas visibles de estas estructuras delincuenciales fueron extraditadas a los Estados Unidos y muchas otras permanecen tras las rejas en cárceles de máxima seguridad en Colombia, no podemos olvidar que las bases que le dieron vida a esta organización permanecen intactas y muchos de sus miembros, como ruedas sueltas, continuaron delinquiendo después de que sus jefes inmediatos se acogieran al programa de Justicia y Paz o Ley 975 de 2005, promovido por el gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe y que tenía como fin la desmovilización de los grupos paramilitares. Según el mismo informe, divulgado en una edición especial de la revista SEMANA, entre los departamentos que más muertos les han sumado al conflicto se encuentran Antioquia, con 1.2 millones. Le siguen, en su orden, Bolívar [468.717], Magdalena [376.281], Nariño [323.020], Chocó [308.618], Cesar [308.026], Cauca [274.747] y Valle del Cauca [292.738].
Y pensar que las muertes que se suceden a diarios en las capitales más importantes del país, producto de una violencia más sutil pero no por ello menos grave, no aparecen en estas estadísticas.
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Docente Universitario*
opinión
Un relato violento
La violencia que azota al país ha dejado en las últimas décadas una cifra aterradora de 6.043.473 muertos. Hasta junio de 2013, habían perdido la vida 5.5 millones de colombianos. En el último año, murieron 500 mil personas más.
Por: Joaquín Robles Zabala