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Una frijolada para Piedad

Cada insulto que le lanzan a Piedad destila un bochornoso racismo, un clasismo pestilente que comienza a darse silvestre en este nuevo país de Uribe

Daniel Samper Ospina
14 de febrero de 2009

Vamos a suponer que Piedad Córdoba crece de tal modo en las encuestas, que a la elite bogotana deja de importarle que sea negra, y doña Olga Duque de Ospina hace una frijolada en su honor.

Empecemos por el principio, cuando Piedad entra al edificio de doña Olga y el portero la ataja:

—El ascensor del servicio es por detrás -le advierte.

Porque, no nos digamos mentiras: toda negra vestida de blanco en un edificio del norte de Bogotá es una empleada doméstica, y, como tal, debe utilizar el ascensor trasero, especial para las muchachas del servicio y los perros.

Entra, entonces, por la cocina, y doña Olga la presenta ante damas honorables como doña Amparo Canal de Turbay, Pum Pum Espinosa y Martha Isabel Espinosa de Lara, que debaten con un par de militares sobre quién tiene más operaciones en su haber. El general Montoya hace gala de la operación 'Jaque', pero una de las damas muestra una operación de estiramiento de pómulos bastante más impactante que la del general.

Incómoda, Piedad procura integrarse a otro grupo. Debe buscar en lo que hay, porque doña Olga no quiso invitar gente de su círculo de amigos: se imaginaba su sala invadida por un poco de sociólogos vestidos con cuello de tortuga, que no atraen a ningún fotógrafo de sociales y que acaban sentados en el piso, en torno a la chimenea, cantando La maza con una guitarra y arrasando con toda la comida por efectos del popular monchis.

Diversos miembros de la dirigencia nacional hacen su arribo al evento social. Varios de ellos miran a Piedad por encima del hombro. Otros ni siquiera la reconocen. Alfonso Gómez Méndez le hace fieros porque a él sí lo dejaron subir por el ascensor principal. Luis Carlos Restrepo, en cambio, se larga tan pronto la ve y en protesta renuncia una vez más, de nuevo irrevocablemente, ante el Presidente.

Piedad no se halla. Si se sienta junto a los políticos, debe hablar de votos; si lo hace con las señoras, debe habar de bótox. Decide, al final, sentarse en un sofá en el que duerme el ex ministro Holguín desde la frijolada anterior. Allá, en silencio, escampa un rato de ese infierno hasta que una señora, me parece que Marujita Iragorri, la aborda:

—Mija: por favor vaya y cuide a los niños mientras almorzamos.

Aterrada, y creyendo que es una costumbre que se usa en ese tipo de almuerzos, Piedad obedece. En un cuarto debe entretener a los hijos de algunos de los presentes, como Alfonsito Gómez jr. y otros niños aun más necios, como el mismo Andrés Felipe Arias, que le saca canas porque no se deja cambiar los pañales, o Pachito Santos, que hace una pataleta insoportable cuando le quitan un juguete.

Doña Olga la rescata de nuevo y, apenada, la invita a que pase a almorzar.

Toma los cubiertos y la cazuela, pero nadie le respeta su puesto en la fila. Algunos que ya han comido pasan de nuevo por encima de ella, como los presidentes Gaviria y Samper que, algo inmaduros, entran en la dinámica de decir que repiten sólo si el otro repite.

La dejan de última, detrás de Júnior Turbay, que va por el quinto plato; pero cuando llega a las bandejas, ya no queda nada. Ni siquiera plátano, pues Júnior es experto en repartir tajadas entre sus amigos y acabó con todo.

Creyendo que se trata de una empleada, un hombre sin cabeza le pide un whisky; Piedad está a punto de huir despavorida, hasta cuando se da cuenta de que se trata del general Valencia Tovar, que, hecho una Omaira de sí mismo, cada vez está más hundido sobre su propio tórax.

No se ha alcanzado a recuperar del susto cuando el ama de llaves la regaña por andar en la sala, le ordena ir a la cocina a trapear y le sirve una taza de arroz frío para que se lo coma con una cuchara, sentada en un butaco, mientras la fiesta se prende.

Dirán todo lo que quieran de Piedad, pero al menos no es soluble a esas frijoladas en las que una serie de dirigentes gordos se emborrachan sin pudor un martes cualquiera mientras les toman fotos para las páginas sociales, en un claro reflejo de la decrepitud de nuestra dirigencia. Y aunque lamenté sus tontas palabras de admiración a 'Tirofijo' y su torpe solidaridad con Chávez, Piedad me parece una mujer honesta y valiente. Cada insulto que le lanzan destila un bochornoso racismo, un clasismo pestilente que comienza a darse de manera silvestre en este nuevo país de Uribe, rabioso y polarizado, que ya no ve matices. Al menos Piedad tiene sensibilidad social. Y entiende que un país en el que hay ascensores especiales para las empleadas y los animales merece vivir en guerra.

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