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¿Una guerra a la inversa?

Trump quiere ser un presidente de guerra. Como, a decir verdad, lo han sido todos desde James Polk, que conquistó la mitad del territorio de México en 1846-48.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
8 de junio de 2019

No se veía cómodo Donald Trump en las ceremonias conmemorativas de los 75 años del D-Day, el día del desembarco de las tropas aliadas en las playas de Normandía para la ofensiva final contra la Alemania nazi en la Segunda Guerra Mundial. Y es lógico: porque si él hubiera sido entonces presidente de los Estados Unidos, su socio natural hubiera sido la Alemania nazi, y no Inglaterra y los países de la Europa ocupada y la Unión Soviética invadida por los ejércitos

alemanes. De esa inclinación por las dictaduras le vienen ahora a Trump sus amistades con el ruso Putin, el coreano Kim, el chino Xi, y sus esfuerzos por desbaratar la Unión Europea y desmantelar la Otan, el tratado militar que es la continuación en la historia de aquella alianza entre los Estados Unidos y las democracias europeas. Valgan lo que valgan esas democracias y esa alianza, lo cierto es que Trump representa lo contrario de su espíritu, y es incluso probable que no conozca sus orígenes históricos. Hasta es posible que crea, como lo señalaba un caricaturista de prensa, que D-Day quiere decir Donald Day, ‘Día de Donald’, y que todas las manifestaciones de la conmemoración con media docena de jefes de Estado se hacen en su honor.

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Conscientes los asesores de Trump de esa contradicción entre lo que es su presidente y la guerra contra el fascismo, no lo dejaron pronunciar el discurso que él hubiera querido: America first, América primero, que es su lema ahora como hace 80 años fue el de los aislacionistas americafirsters, con el aviador Lindbergh a la cabeza. Y en cambio lo pusieron a leer un fragmento de un discurso de Franklin D. Roosevelt de aquella época: una blanda oración de esperanza.

Pero la América primero de Trump no implica, como la de sus precursores de los años treinta del siglo XX, oponerse a las guerras exteriores de los Estados Unidos. Sino estar a favor de ganarlas. Cito otra oración, esta vez del actual vicepresidente Mike Pence, pronunciada hace unas semanas en la graduación de cadetes de la escuela militar de West Point:

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“Es virtualmente seguro que ustedes van a combatir por América (los Estados Unidos) en un campo de batalla en algún momento de sus vidas. Va a pasar. Algunos de ustedes van a pelear (…) en Afganistán y en Irak (…) en la península de Corea y en el Indo-Pacífico, donde China (…) en Europa, donde Rusia (…), y algunos pueden incluso ser llamados a combatir en este hemisferio (el de las Américas). Y cuando ese día llegue (…) ustedes van a combatir, y van a ganar”. (Aplausos).

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Trump quiere ser un presidente de guerra. Como, a decir verdad, lo han sido todos desde James Polk, que conquistó la mitad del territorio de México en 1846-48. Todos lo han sido, o han querido serlo, pues eso es lo que más gusta entre su pueblo. Los presidentes de los Estados Unidos, incluido el aparentemente manso Barack Obama que recibió por sus varias guerras un Premio Nobel de la Paz, no han cesado un solo día de estar en guerra, invadiendo un país o bombardeándolo o en el más benévolo de los casos amenazando con hacerlo, con o sin anuencia del Congreso.

Más de 100 invasiones, desde aquella contra México (y una anterior, fallida, contra el Canadá inglés en 1812). Que pretendieron justificar con el argumento de que en la mitad norte de México se habían instalado muchos miles de colonos ilegales norteamericanos a quienes el Gobierno mexicano sometía a la intolerable opresión de exigirles que pagaran impuestos y aprendieran a hablar español. Tal vez no sobra recordarlo hoy, cuando han cambiado las tornas y son miles los mexicanos que entran ilegalmente a los Estados Unidos. ¿No sería histórica o al menos poéticamente justo que, para protegerlos, México invadiera militarmente a su prepotente vecino y conquistara la mitad de su territorio? Donde ya se habla spanglish.

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