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Una obsesión y dos dudas

Aquí ningún estadista le pone el pecho a bajar el gasto público. Por eso suelen conducirnos al peor de los mundos

Semana
12 de febrero de 2001

El objetivo de la polItica econOmica para este año es exactamente el mismo de los últimos cinco años: disminuir el déficit fiscal. Otra vez dice el Ministro que con los nuevos impuestos, la poda burocrática y las reformas que ahora sí pasarán en el Congreso, la economía “va a dispararse” en el segundo semestre. Que Dios oiga a Juan Manuel. Pero nosotros, pobres mortales, tendremos que conformarnos con hilar más delgadito: ni es seguro que el déficit fiscal baje de a mucho, ni es seguro que bajarlo nos saque de la olla. La primera duda es simple: el 96 por ciento del gasto público está atado a compromisos inflexibles. Las transferencias territoriales (con todo y la ley reciente), el servicio de la deuda, los pagos a proveedores y contratistas, los pasivos laborales, los pleitos perdidos, los reajustes obligatorios y los derechos tan queridos de la Corte, hacen que aquello de la “austeridad fiscal” no sea sino un mal chiste. Con tres o cuatro ñapas que acaban de dañarlo: —Una, que la recesión también baja los ingresos del Estado. Y así, pese a la seguidilla de reformas tributarias, los recaudos cayeron cerca de 7 por ciento en los últimos tres años (aunque el precio del petróleo tapó el hueco en 2000). —Otra, que los ingresos por privatizaciones se acaban al privatizar (es la pequeña diferencia entre el vivo de Menem y el pobre De la Rúa). —Otra, que los recortes a menudo no implican disminución inmediata sino aumento del gasto. Sin ir lejos, la “desvinculación” de un trabajador oficial cuesta en promedio algo así como tres años de salario. —Y otra, que el machete suele caerle a la inversión (lo demás no es recortable, como dije). O sea que disminuyen los ingresos futuros para el fisco. Parte de lo escrito con la mano se borra pues con el codo. Esto ocurre en todas partes, pero es harto más serio en un país donde la mano escribe blanditico. Y aquí ningún estadista le pone el pecho a bajar el gasto público. Por eso los paños tibios, las vueltas y las largas. También por eso suelen conducirnos al peor de los mundos. —Es el caso del ISS. Como el gobierno no se atrevió a desmontarlo, le montó competencia; y así paramos en un esperpento que está quebrado y que no le sirve sino a su sindicato. —El caso igualitico de Inravisión. El de la Caja Agraria. El de Prosocial. El de Telecom. El de los puertos y los ferrocarriles. El del BCH o el Banco del Estado. El de las licoreras o las loterías. El del IFI o Invías. El del gasto militar (que se va en pagar pensiones) o el del gasto judicial (que se evapora en primas). —El caso superoneroso de la deuda pública, cuyos grandes tenedores son… otras empresas y establecimientos del mismo sector público. —O el supercaso de las transferencias regionales. Gaviria y Samper hablaron del asunto pero escurrieron el bulto. El texto tímido de Pastrana salió aguado del Congreso. El Fondo de Regalías compensará parte del recorte. Y en el mediano plazo volverán a crecer las transferencias. Todo esto sin que las regiones hayan aumentado sus ingresos propios ni se haya pensado en otro reparto de las funciones. Mi primer punto es este: si cree que acabar el déficit es el modo de salir de la recesión para aliviar el desempleo y la pobreza, el gobierno debería tomar en serio su propia teoría. Otra cosa es querer la tortilla sin quebrar los huevos y alargar indefinidamente la agonía. El segundo punto es a la vez más enredado y más fácil. Puede que eliminar el déficit fiscal no sea necesario ni sea bueno para salir de la olla: así, después de todo, siguen argumentando muchos textos complejos y respetables de teoría económica. Pero ahorro el enredo: si el gobierno tiene dudas sobre su propia teoría, entonces debería cambiar la cantaleta del déficit fiscal.

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