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Volver al futuro II

La gente quiere reelegir a Uribe por su pragmatismo eficaz, sin darse cuenta que encarna un modelo de desarrollo del siglo XIX, escribe Maria Teresa Ronderos, asesora editorial de SEMANA.

Semana
12 de febrero de 2006

El presidente Álvaro Uribe despierta las pasiones más encendidas. Sus seguidores y detractores no admiten tonos grises. Unos creen que Uribe es lo mejor que le ha pasado a este país y que se debería quedar para siempre de gobernante, otros, por el contrario, no lo bajan de paramilitar y se estremecen cada vez que oyen su habladito escuelero.

Por eso casi nunca se puede hablar de Uribe sin que se le venga a uno el mundo encima. De todos modos voy a intentarlo.

Nadie puede negar que la llegada de Uribe al poder trajo una generalizada sensación de alivio. Algo así como un efecto Alka Seltzer nacional. Hacía años la gente no sentía que un mandatario cumpliera los tres requisitos ideales de un gobernante: carácter, convicciones, y disciplina de trabajo.

Esa percepción de que por fin alguien estaba al mando, sabía para dónde iba, y además trabajaba duro y parejo, inspiró y sigue inspirando confianza. Y la prosperidad es hija de la confianza. Al sentirse bien conducidos, los empresarios han invertido, la economía salió del atolladero en que estaba y empezó a crecer con alguna energía. Movimiento comercial, mayores opciones de empleo, proyectos de expansión, son todos factores de optimismo. Y el bolsillo define la política de las personas. Por eso la popularidad de Uribe sigue siendo de hierro, a pesar del pequeño descalabro de las últimas semanas. Pero en esta historia feliz hay un enorme lunar: las convicciones del Presidente son firmes pero pertenecen al siglo XIX. Y su liderazgo es tal que nos está conduciendo hacia allá rápidamente.

El contenido del discurso de Uribe es paternalista: él le resuelve los problemitas a la gente porque es magnánimo, no porque la gente tenga derecho a que se los resuelvan. Él perdona a los criminales porque es un "rey" bueno, desconociendo absolutamente los derechos de las víctimas a la justicia. (Él percibe el reclamo de justicia como una incómoda piedra en el zapato de la ongs y la izquierda europea).

Cree en el progreso a toda costa, como creían los padres de la revolución industrial, sin importar qué derechos se vulneren o cuánto se destruyan los recursos naturales. De ahí que se desespere cada vez que le niegan la licencia ambiental a un puerto o a una hidroeléctrica. Al mejor estilo del colonizador, él cree que lo mejor que le puede pasar al monte es que lo tumbemos, y un machete todavía le debe causar emoción.

Él quiere subsidiar a algunas agroindustrias -como la de la palma africana-- y está convencido de que si acumulan mucho capital y mucha tierra, algo de esa riqueza le goteará a los de abajo.

Por eso Uribe choca tanto con todo lo que encarne o defienda los valores de la modernidad: las ongs de derechos humanos, los ambientalistas, las comunidades indígenas, los empresarios competitivos que protestan con razón cuando a él le da por repartir subsidios a algunos, los críticos que defienden su libertad de pensar distinto, los que ponen el valor de los seres humanos por encima de "la patria".

Uribe fue a Oxford pero encarna los mejores valores de un buen finquero del siglo antepasado. Quizás la gente que lo quiere reelegir, que es una indiscutible mayoría, no se equivoca y como en la película de volver al futuro, el país necesita regresarse un siglo a resolver unos cabos que dejó sueltos para llegar mejor parado al siglo XXI.

En Colombia el poder rural es real y tal vez se necesite implantar su modelo de país, para superarlo de una vez por todas.

Pero también es posible que la gente confunda la eficiencia y compromiso del Presidente -que sin duda los tiene-con el tipo de país que quiere. Y termine escogiendo una opción que nos alejará de la Colombia que valora a sus minorías y su diversidad cultural; de la Bogotá de Mockus, Peñalosa y Lucho o la Medellín de Fajardo que han buscado un desarrollo más igualitario y participativo; la de la Corte Constitucional que defiende la tutela porque ha sido un instrumento para hacer cumplir los derechos de los ciudadanos más vulnerables; la de quienes creen que la industria debe velar por preservar los recursos, porque el desarrollo no será sostenible en un erial; la de los que están convencidos de que la única manera en que la democracia puede derrotar a los terroristas es actuando con la civilidad y el respeto por la gente que ellos no tienen y la sola forma de construir una paz duradera es hacerla sobre la base de suficiente justicia y verdad.

Lo paradójico es que sea precisamente esa Colombia urbana y moderna, esa que cree en educar a sus hijos para que sean mejores que nosotros, la que muy probablemente vaya a reelegir a Uribe en mayo próximo, sin darse cuenta de que están confundiendo la forma con el contenido.