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Se marcharon los Rodríguez

Políticas oficiales que comenzaron en la administración de Álvaro Uribe y continúan avaladas por el actual gobierno.

Yezid Arteta, Yezid Arteta
8 de junio de 2016

Pobre vida la de los pobres del campo. Sufrimiento. Silenciamiento por la fuerza. Jefes de policía que no saben por dónde empezar a redactar el informe sobre los indígenas muertos y heridos en el Cauca. Un territorio en los que los bisabuelos y abuelos de algunos de los que hoy gobiernan el país marcaban a hierro a sus esclavos y castigan a latigazos a sus siervos. Desde entonces el problema es el mismo: la tierra. Yo no veo las cosas como las ven en Bogotá, decía un jornalero mientras desyerbaba una platanera con un machete.

Ocultos entre los jirones de niebla que cubren los caminos de una parte montañosa de El Tambo, Cauca, se escuchan las voces y los resoplidos. Son labriegos arriando una recua de mulas cargadas con guacales de lulo. Guardan la ilusión de pactar con los comerciantes un buen precio por la fruta que ha costado inversión, tiempo y trabajo. Donde el camino se junta con la carretera se ven unas cuantas almas enruanadas y un camión con la carrocería vacía. No puedo pagar más –alega un hombre con uno de los labriegos­– apenas estoy sacando lo de la gasolina. Esto mismo pasa en Policarpa, Nariño, con los campesinos que sacan las bolas de cacao crudo o con los que llevan los guacales de tomate en el valle del Patía. «Qué será de mis hijos y de mi hogar», canta Daniel Santos en Lamento Borincano.

«Es un mito ideológico de que los medianos y pequeños productores agrícolas no son competitivos», le escuché decir al colombiano Luis Jorge Garay –uno de los intelectuales más potentes e influyentes de Latinoamérica– en un taller sobre los acuerdos pactados en La Habana sobre la tierra. La sentencia de Garay está sustentada en un riguroso estudio elaborado en 2013 por OXFAM y su campaña CRECE en el que se prueba que la agricultura familiar contribuye, a pesar del entorno adverso, con un poco más de la mitad de la producción agrícola de Colombia.

Los protestatarios que han tomado algunas vías del país son indígenas, campesinos, colonos y raizales que ven amenazados sus territorios, sus economías familiares y sus fuentes de alimentos. Amenazadas por ciertas políticas oficiales que comenzaron en la administración de Álvaro Uribe y continúan avaladas por el actual gobierno. Políticas que, en palabras gordas, se resume en lo siguiente: que los medianos y pequeños productores locales y los pobres del campo se vayan a comer mierda a otra parte. «Se marcharon los Rodríguez, no se sabe para dónde, dejaron su terruñito, se fueron del monte», vocaliza Tito Nieves, el Pavarotti de la salsa, en la canción Los Rodríguez.

El uso de la tierra puede quedar, está quedando, en manos extranjeras. Esas manos extranjeras se llaman transnacionales y vienen a saco por los recursos naturales. La historia es como sigue: levantan un campamento de medio pelo para alojar a cientos de jornaleros sin tierra que por un salario de mierda y sin prestaciones sociales se encargarán de derribar miles de hectáreas de bosques primarios y removerán la tierra hasta extraer el último gramo de oro, coltán o metales raros que hoy llaman como el «nuevo petróleo». Cuando no haya más que sacar entonces desmontarán el campamento y se irán a otra parte. Los cráteres y la tierra muerta será la herencia para las nuevas generaciones.

Otra cosa, pienso, son los empresarios nacionales o grandes propietarios de tierra bien habidas con los que es útil y necesario que las comunidades raizales pacten acuerdos de aprovechamiento racional de los recursos y sobre el uso de la tierra. Acuerdos para que los empresarios, las comunidades y el país ganen. Empresarios que comprendan y no vean como enemigas a las formas solidarias y familiares del uso de la tierra sino por el contrario un complemento para estimular los mercados internos y conseguir la suficiencia alimentaria. Son acuerdos de orden pragmático que no tienen que afectar las ideologías de uno u otro. A diferencia de las transnacionales los propietarios locales no pueden llevarse la tierra para otro lado, me dijo un profesor de la Javeriana de Cali.

No hay familia colombiana que no tenga un vínculo real o afectivo con el campo. Resolviendo racionalmente muchos de los problemas estructurales del campo –tal como lo piden las comunidades raizales y lo escribieron las FARC y el gobierno en La Habana– Colombia estaría resolviendo parte de los problemas urbanos cuyos orígenes vienen del monte. Volver a escuchar «el gallo blanco florindo que cantaba en el corral» y entender que «las cosas buenas no están… pero no me rindo», tal como lo recuerda con nostalgia Charlie Aponte y el Gran Combo en La loma del tamarindo.

En twitter: @Yezid_Ar_D

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