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El primer capítulo de “Ironía”, una obra de psicoanálisis novelado de Santiago Barrios

Semana
27 de septiembre de 2012

Nota: Ironía está disponible en su edición de eBook en Amazon Punto Com, http://www.amazon.com/Iron%C3%ADa-Spanish-Edition-ebook/dp/B00998J1Q8/ref=sr_1_1?s=books&ie=UTF8&qid=1347462054&sr=1-1&keywords=ironia+santiago+barrios

 

 

 

1.                 De cómo el narrador, con problemas sentimentales, se interesó por el psicoanálisis y la vida de Sandoval

 

 

 

Este es, escépticos del psicoanálisis, el relato completo y veraz de los eventos que sucedieron al doctor Rafael Sandoval durante el jueves siete de diciembre de 2006. Se me ocurrió redactar esta historia detallada luego de divorciarme de Adriana. Me sentía deprimido, solo y sin esperanza. ¡Un desastre! De modo que inicié este estudio minucioso con la finalidad de decidir si el psicoanálisis podría beneficiarme. Lo único que tenía claro en ese momento era que necesitaba ayuda, aun cuando no sabía a ciencia cierta a dónde acudir, a quien consultar. Desconfiaba, no estaba habituado a contarle mis intimidades a nadie. Pensaba que ni siquiera la religión podía ayudarme. Además consideraba una pérdida de tiempo divagar sobre mis sufrimientos cuando había tantos problemas tan graves y apremiantes en el mundo.

 

En esos días, por cuarta, o de pronto, por quinta vez, estaba en la sala de espera de la oficina del abogado apoderado de mi proceso de divorcio, mejor dicho, de nuestro proceso de divorcio. Él compartía el recinto con un gabinete de juristas externos dedicados a cobrar deudas morosas para varios bancos, de modo que quienes pasaban por el lugar nos miraban con desdén y ojos reprobatorios a los que estábamos allí sentados, indefensos, llenos de incertidumbre, como suelen ir las personas a esta clase de consultas. Se trataba de un espacio amplio y remodelado con paredes brillantes pintadas con estuco celeste y blanco, situado en el piso diecinueve, que para el promedio de Bogotá, era una torre alta. Un edificio de unos cuarenta años de construido, ubicado en el centro de la ciudad. Y para llegar a ese lugar utilicé un ascensor estrecho, de la misma edad de la edificación seguramente, que me hizo pensar durante todo el viaje hacia arriba en la profundidad del hueco por el que caería este armatoste improbable, con la esperanza de que hubiese recibido mantenimiento adecuado y reciente. Calculaba en mi mente la aceleración que el ascensor alcanzaría si se desprendiera con nosotros, sus seis ocupantes: tres hombre jóvenes que debatían despreocupados sobre la velocidad que teóricamente podrían alcanzar algunos modelos de carros compactos; un hombre serio y silencioso, bastante mayor que yo, a quien no parecía incomodarlo en los más mínimo este paseo endemoniado en esa máquina dudosa; y una secretaria recién casada, que quería quedar embarazada muy pronto. Solo cuando llegué a mi destino me pregunté qué me había llevado a entablar conversación tan prolongada y detallada con esa belleza precolombina. Descarté posibilidades hasta que me quedé con dos alternativas: pudo ser a causa del miedo a morir con cinco extraños o sencillamente porque me entusiasmó la majestuosidad de sus senos que siempre apuntaban al horizonte.

 

Cuando por fin entré a la oficina del abogado, me senté en una mesa larga. Ya estaba allí Adriana. Hablamos en presencia de varios juristas serios y silenciosos sobre cómo sería la mecánica de nuestro divorcio, incluyendo el manejo de las visitas de los niños y los acuerdos económicos. Y, como suele suceder, mi exesposa se quedó con todo. Antes de divorciarse, siempre hay que pensarlo por lo menos dos veces. Ya al final de la reunión, ella me dirigió una mirada fría. En sus pupilas había enojo y asco. Me preguntó si alguna vez le fui infiel. Lo negué con sinceridad. Ella habló con parsimonia sobre sus antiguas sospechas, elucubraciones que jamás comprobó, entonces me preguntó impaciente y lacrimosa: “¿cuánto duró nuestro encuentro?”

 

“Lo que duró dura”, respondí calmado, masticando una bola de chicle desabrido que tenía entre la boca desde hacía un buen rato, “¿no te acuerdas que siempre te quejabas de algo?”

 

“¿Y cómo puedes comer en un momento así?”, indagó visiblemente molesta. Ese hábito mío le desagradó desde el principio de nuestra relación, entre muchos más, claro está.

 

Entonces me concentré para responderle tan suave como un kleenex. Sin darle trascendencia al asunto, total, pronto terminaríamos con el trámite del divorcio y ya no tendría por qué volver a darle explicaciones de ninguna clase, además no estaba de ánimo para el brío de una polémica. Simplemente le dije: “no sé, debe ser porque me da hambre cuando estoy preocupado.”

 

Y sin dejárselo saber a Adriana, firmé confuso y amedrentado el acta de la conciliación que serviría de base para la sentencia de divorcio que luego vendría, junto con la liquidación de la sociedad conyugal y la escritura que autorizaba a los niños para entrar y salir del país cuantas veces quisieran, solos o acompañados, hasta que cumplieran la mayoría de edad, cuando podrían hacerlo según les diera la gana, y sin decirle a nadie.

 

Por último, al despedirme de ella, me dio su mano rígida y no muy amigable. Yo ya no recordaba la última vez que nos habíamos despedimos con un beso en la mejilla, mucho menos, en los labios. Salí de la oficina. Ella se quedó hablando con su abogado. De regreso a la calle, en el mismo ascensor, el viaje fue todavía peor. Iba solo. Me sentía separado y sin porvenir. Lo había perdido todo.

 

Si la voz del pueblo no mereciera respeto, no sería el fundamento de la democracia, del capitalismo ni la considerarían los historiadores. Por eso me siento con derecho a relatar en estas páginas una anécdota mía, de mi propia intimidad. Además, nosotros, los que valoramos la voz del pueblo, creemos que siempre existe, en cada evento, una lección por aprender. Así al principio no pueda identificarse, ni comprenderse. De modo que siempre lo que se aprenda será útil en algún momento. Y en esta historia que relataré a continuación, encontraremos por lo menos dos enseñanzas. Primero: hasta las mejores y más puras intenciones pueden malinterpretarse: luego de la conciliación al divorciarme de Adriana en la oficina de mi abogado, estaba desposeído y triste, al fin y al cabo, allí terminaron nuestros quince años de matrimonio insoportable y difícil, sí, aun cuando importante y valioso.

 

Segundo: las malas ideas vienen en pareja. Pero qué se puede hacer, primero hacemos las cosas, y después las justificamos.

 

Ese día almorcé inconsolable en un restaurante de cadena de comida rápida, con una hamburguesa con doble ración de carne, lechuga, tomate en rodajas y queso derretido, a la que además le puse cátchup y mostaza, la acompañé de papas fritas y de una gaseosa plena, no dietética, todo esto con la esperanza vana de que me matara un infarto allí mismo, o por lo menos, que esas calorías vacías y altas en sodio, llenas de grasas saturadas, aliviaran en algo el dolor del alma que sentía por todo el cuerpo. Cuando terminé, había sobrevivido para mi sorpresa.

 

Caminé por la calle algunos pasos, hasta que leí en un aviso de luces color limón: Bar Los Dos Mundos. Recuerdo que el cielo estaba turbio de nubes, esa sería una noche cerrada. Entré sin dudarlo. Y esta fue la primera mala idea. Me senté en la barra en una de las sillas plegables, desde donde podía ver con claridad el televisor enorme en que transmitían un partido de fútbol, que en este momento no recuerdo cuál fue.

 

Entonces el hombre que atendía allí se acercó y me dijo: “buenas tardes, señor.”

 

“Cómo le va, Rozo”, leí su apellido en la solapa del chaleco-, “¿qué me ofrece?”

 

“Está en el lugar preciso: estamos en happy hour, y le puedo ofrecer nuestra especialidad, un coctel llamado cabeza de jabalí.”

 

“¿Y cómo es?”

 

“Es una mezcla muy interesante que se prepara con ginebra, vodka, triple sec, jugo de limón y de naranja, granadina y hielo frapeado, es decir, picado finamente. Se sirve en una copa alta y redonda, adornado con un paragüitas, una rodaja de piña y una cereza.”

 

No me lo tuvo que repetir dos veces, respondí: “perfecto. Suena letal. Deme uno, por favor.”

 

Mientras el barman preparaba el coctel, mi vecino en la barra, un hombre de cabeza entrecana, cara medrosa, de evidente complejidad espiritual, tal vez hasta con una pena de amor, me miró con ausencia intensa en medio del desamparo de la ebriedad, y me dijo resbalándose en las consonantes: “muy buena elección, yo ya llevo dos, y míreme; el cabeza de jabalí es baratísimo, no se puede tomar mucho.”

 

Entonces le sonreí inquieto y respondí: “buenas tardes.”

 

El bar estaba casi vacío, seguramente porque acababa de pasar la hora del almuerzo y era un día de trabajo normal. Solo había una mesa ocupada. Era grande. Había en ella varias mujeres eufóricas. Imaginé que eran compañeras de trabajo y habían salido a celebrar algún logro que compartieron, seguramente un gran negocio que pareció imposible en otra época. Una de ellas, una mulata notable, procedente del Caribe colombiano, con el dejo en la dicción propio de su pueblo tropical, con andar desparpajado y rítmico. Lo noté cuando se paró de la mesa para contestar a su teléfono celular, y al verla moverse por ahí asumí que era diestra en bailes típicos, en especial en aquellos que casi no se han modificado desde la conquista. Era una mujer atractiva que sin duda había sido esbelta en otra época, evidentemente era toda maternidad de espíritu. Y cuando colgó, continuó narrando un episodio en que un día de un almuerzo campestre confirmó una vez más su convicción y su queja constante de la falta de creatividad masculina, pues su pareja en esa ocasión le dijo: “pero qué hacemos, si así funciona bien el discurso amatorio, para qué innovar, arreglarlo o mejorarlo, si así estamos bien”.

 

Y las otras señoras gritaron al unísono: “¡son unos cínicos!”

 

En ese momento, llegó a la mesa una dama de unos cincuenta años, recién cumplidos seguramente, de mirada vivaz, quien las saludó coqueta y descarada, mientras se quitó su impermeable.

 

Entonces mi vecino de barra en el bar quiso continuar con la conversación que había iniciado unilateralmente: “el tránsito de la madurez a la vejez es muy sutil, yo lo noté cuando empecé a parecerme a mi papá, pero fíjese que mi gusto por las mujeres se mantuvo, siempre tuve debilidad por las más jóvenes.”

 

Nunca fui de vida disoluta, mucho menos había sido bebedor de fondo, pero esa tarde corrió abundante cabeza de jabalí. Y esta fue la segunda mala idea. Al principio, mientras me mantuve relativamente sobrio, el monólogo fue prerrogativa del borracho, de mi nuevo mejor amigo, de modo que no hablé una sola palabra, mientras él continuó sin inmutarse: “la calma es peligrosa, incita al suicidio, es anormal.” Entonces el hombre empezó a contarme sobre una mujer asombrosa, de cuerpo invencible, de sonrisa feliz y satisfecha, o mejor, de risa suelta y adolescente. Que además era una rubia tan atractiva que parecía escandinava, a donde no hay que olvidar, todas se parecen a Kim Bassinger. Los hombres siempre alargaban los ojos hacia sus senos pecadores. Además era interesante: aficionada al alpinismo y la fotografía. Pero aun cuando a él nunca le gustaron los perros con mirada de persona, ni siquiera le agrandaba la mirada de perro, ella tenía tres, Hugo, Paco y Luis, como los sobrinos del Pato Donald. Y dormía con ellos cada noche. Pero en ello no había problema, pues mi vecino en la barra dormía con su esposa.

 

Nota: Ironía está disponible en su edición de eBook en Amazon Punto Com, http://www.amazon.com/Iron%C3%ADa-Spanish-Edition-ebook/dp/B00998J1Q8/ref=sr_1_1?s=books&ie=UTF8&qid=1347462054&sr=1-1&keywords=ironia+santiago+barrios