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La corrida de toros del domingo pasado

Semana
25 de enero de 2011


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    Me invitaron a la corrida de toros del 23 de enero de 2011. Una ocasión muy muy entretenida, y por eso quedé completamente agradecido con este regalo generoso y divertidísimo. Hacía casi veinte años no asistía a la Plaza de Toros de Santamaría de Bogotá, oportunidad que también coincidió con que en esta temporada cumplió ochenta años de funcionamiento exitoso.

    Al principio me sorprendió que el parqueadero del Hotel Tequendama ahora sea ordenado y expedito. Así mismo encontré cambios en el interior de la plaza: al ingresar, por ejemplo, ya no era posible ver el corral a donde ubicaban los toros que se lidiarían en la tarde; pero lo que verdaderamente me dejó perplejo fue la remodelación de los baños, y el mantenimiento meticuloso que les dan en la actualidad, hasta el punto que sentí nostalgia de los que conocí en mi juventud. Luego cuando llegué a mi puesto numerado, después de recorrer el coso taurino recordando corridas de cuando era soltero, la época más feliz y desposeída de mi vida, pude ver que instalaron una cerca tenue frente a los puestos de barrera separándolos del callejón para proteger a la concurrencia en caso de que un toro llegara a invadir la zona. Los tendidos estaban llenos hasta las banderas, asistieron unos dieciocho mil aficionados felices. Pero también noté que el público de la actualidad era distinto, mucho más correcto, verbigracia, ya no se veían los borrachos sugestionables que salían de la plaza con lazarillos y al llegar a la avenida séptima toreaban los carros que pasaban. Además ya nadie fuma en público, entonces eso le dio a la plaza un ambiente distinto, no olía a tabaco, solo se percibían los aromas de la arena y los perfumes femeninos.

    Aún así, hubo cosas que no cambiaron. Como la tradición de comentar la faena en voz alta, porque entre la concurrencia todos éramos eruditos de la tauromaquia. También se mantuvo el placer innegable de mirar y ser vistos, al igual la hermosa costumbre de tomar tragos larguísimos de jerez desde la bota.

    Y la tarde transcurrió soleada, como deberían ser. Al ritmo de unos pocos pasodobles hermosos interpretados por la banda de cobres de la plaza, que a decir verdad, no tuvo mucho que hacer ya que los toros resultaron opacos: eran animales más bien pequeños, al menos los primeros tres, y los seis compartieron la embestida corta, perezosa, incierta, en ocasiones un poco traicionera, sin llegar a ser francamente peligrosa, seguramente una expresión de los genes de esa ganadería cuyo nombre olvidé. Sin embargo, a pesar del encierro modesto, la presidencia de la plaza fue generosa distribuyendo varias orejas y un rabo para premiar las faenas, complaciendo al público que apreció la labor decidida de los dos matadores, el caleño Luis Bolívar -el más veterano del cartel, un hombre paciente, discreto y profundo conocedor taurino, tal como nos lo hizo notar en el primer toro, el más anodino de la tarde- y el segundo torero fue el español Cayetano –un matador de larga tradición familiar y de fanaticada grande entre las damas, que a la hora de matar, es decir a la hora de la verdad, tuvo todas las dificultades concebibles, en especial en el quinto toro; además, entre su cuadrilla contaba con un banderillero que sufría de nervios, por lo cual rara vez acertó, y ambos elementos le agregaron a la tarde un leve tinte trágico-; y por último, participó el rejoneador Pablo Hermoso de Mendoza, quien fue el triunfador indiscutido ya que sus dos intervenciones con sus caballos inverosímiles fueron hermosas y elegantísimas.

    Para terminar, supongo que muchos considerarían este un espectáculo escatológico, cruel y otra oportunidad para que el depredador humano tenga una feria de sus vanidades a expensas de otras especies. ¿¡Pero qué hacemos!? Las corridas de toros son una tradición grecolatina milenaria. Además mientras los taurófilos son gente pacífica y apasionada por la vida, personas dispuestas a conservar este arte que tantas tardes felices les depararon, que no pretenden forzar a nadie a que disfrute de las corridas en contra de su voluntad, puesto que son tolerantes de la diversidad humana, de las opiniones. Así que me cuesta trabajo imaginar a un taurófilo evangelizando a un ambientalista para que asista a la fiesta brava; al cabo que sí existe un movimiento grande que pretende acabar con esta costumbre a donde quiera que se encuentre, es decir, Colombia, Ecuador, Francia, Marruecos, Perú, Portugal, Venezuela, y por supuesto, España.

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