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PASAR FIJÁNDOSE

La insoportable cercanía

'El hijo de Saúl' es la mejor película y la más coherente de cuantas he visto sobre el holocausto. Con imágenes antes desaparecidas que desenfocadas, señala lo inimaginable.

Revista Arcadia
23 de marzo de 2016

Durante la primera media hora quise salirme del cine. En realidad quise salirme durante toda la película, pero cuando terminó y ya podía irme sin perderme de nada, no pude. Me quedé pegada al asiento y me di cuenta de que mientras miraba y escuchaba había estado tapándome alternativamente la boca, los ojos y los oídos, con una serie de gestos que negaban los sentidos y a la vez confirmaban la existencia del cuerpo.

El hijo de Saúl es la mejor película y la más coherente de cuantas he visto sobre el holocausto. Con imágenes antes desaparecidas que desenfocadas, señala lo inimaginable. Al no ofrecer claridad, muestra cómo es incomprensible lo incomprensible. No construye una perspectiva para aquello que no puede verse con perspectiva, ni despliega matices para lo que no fue variado sino tumultuoso. No proporciona un instante de entretenimiento al volver sobre lo que no puede ser recordado como entretenimiento, ni retiene al espectador con el suspenso, pues muestra lo definitivamente condenado.

El protagonista, un judío húngaro prisionero en Auschwitz y designado a un Sonderkommando, esto es, encargado de llevar a otros prisioneros a la muerte, de recoger luego sus cadáveres, de incinerarlos y de arrojar sus cenizas al agua, va en la película de un lado a otro sin trasladarse, sin describir trayectos, sin dejar que se adivine un espacio. Anda en círculos, como en la pesadilla del infierno, sin responder a la pregunta repetida que le hacen sus compañeros: “¿A dónde vas?”.

Lo único que el espectador puede ver con nitidez es el rostro de ese prisionero, cuajado en un gesto. Lo ve siempre muy de cerca. ¿De qué es el gesto? ¿Es de seriedad, de concentración, de un dolor que está más allá de la expresividad? ¿Es simplemente el gesto firme e incógnito de un hombre vivo? La película, que trata de una situación que excluyó los puntos de vista, no se ve desde el punto de vista del protagonista ni de otro personaje: en lugar de puntos de vista, da aproximaciones.

En un momento, el espectador entrevé una montaña de cadáveres. Ver así los cuerpos desnudos y muertos, borrosos en el fondo de la pantalla y en el fondo del pasado, tan de lejos pero tan cerca unos a otros, tan pegados, entrelazados e indistinguibles, es también verlos desde demasiado cerca. En otra escena, los prisioneros del Sonderkommando son obligados a arrojar una montaña de ceniza de gente, a paladas, a un cuerpo de agua. El espectador comprende entonces que lo que hace que el campo de exterminio nazi sea incomparable en su horror es su producción afanosa de nada; su afán de fabricar una interminable muerte para los vivos y los muertos que pruebe que lo existente termina absolutamente.

Al ver esa escena, pensé en la cercanía que hay entre dos partículas contiguas de ceniza (¿o cómo se dice?, ¿se dirá “dos cenizas”?); en la cercanía entre los cuerpos calcinados, pulverizados y mezclados que pasaron por el fuego, se convirtieron en tierra y se disolvieron en el agua. Pensé en que allí, en el final de lo finito, la infinitud de la cercanía prueba que lo existente no puede terminar absolutamente. Pensé también, al ver El hijo de Saúl, que la coherencia es lo que mejor hace despertar la consciencia.