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Opinión: Sopor i piropos

La hecatombe de los libros de texto: una columna de Nicolás Morales

“Me gustaría saber si alguien en la sociedad civil ha vuelto a revisar la calidad de nuestros textos de matemáticas o lenguaje de las escuelas públicas de la nación. ¿Son contenidos modernos? ¿Son incluyentes? ¿Están al día? Nadie sabe nada. O los que saben no hablan o no se escuchan”.

Revista Arcadia, Sara Malagón Llano, Nicolás Morales
25 de febrero de 2020

Este artículo forma parte de la edición 171 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

¿Tiene el libro otros mundos que las librerías con altillos? ¿Circula en otros espacios distintos a los auditorios de Cartagena o el parque de la 93? Siempre me pregunto lo mismo. Y es ahí cuando intento pensar en los libros de texto de la patria descosida y lejana. Los de fronteras del territorio o los de los barrios populares de nuestras urbes, tan lejanos como la selva, mentalmente hablando. Es decir, los que acompañan a heroicos maestros en municipios como San Carlos, La Belleza o aquí cerca en un barrio como el Santa Fe. Yo, personalmente –y con todo respeto–, creo que nunca nos habían importado tan poco esos circuitos del libro. Nunca –como hoy– habíamos despreciado tanto la discusión sobre los libros de las aulas para hablar, eso sí mil veces, del libro de autor de moda.

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El Estado, mal comprador desde hace dos décadas. Todo comienza por saber que el Estado ya casi no compra textos escolares. La cosa es tan grave que al parecer el último presidente que creyó en el texto escolar gratuito fue Belisario Betancur. Después el Estado continuó con una cierta regularidad descendente las compras masivas públicas de textos hasta llegar a los peores niveles en las tres últimas administraciones (Uribe, Santos y Duque). Comparadas con la media en Latinoamérica, las cifras son vergonzosas: más de siete países superan nuestras compras públicas, mientras que en distribución de libros gratuitos para escuelas estamos al nivel de Paraguay, comparativamente hablando.

¿Chile y Canadá nos salvaron? No sé si creer el cuento, pero al parecer la cosa va así: el Estado colombiano quería ahorrar el dinero de la compra de libros escolares y en una reunión de un ministro de la era Santos se encontró con una delegación chilena de educación que –¡oh, sorpresa!– ofreció gratuitamente unos textos de lenguaje que circularon hace años en su país austral. Poco tiempo después, el Gobierno se levantó otra oferta de Canadá para tomar gratis libros de matemáticas. Al parecer el ministerio los actualizó parcialmente. El Estado ahorró miles de millones y, obvio, no paga derechos de autor al solo tener que imprimir. Ojo, y esto es lo más importante: estos libros tan solo se distribuyen a un millón y medio de estudiantes, y no a los ocho millones que están en escolarización pública. Es decir, casi un 70 % de los estudiantes no reciben nada de nada.

Antes a los intelectuales les importaban los chicos y sus lecturas. En los noventa un grupo de intelectuales prestigiosos polemizó sobre la calidad de los textos de historia que eran leídos en nuestras escuelas. Pues bien, me gustaría saber si alguien en la sociedad civil ha vuelto a revisar la calidad de nuestros textos de matemáticas o lenguaje de las escuelas públicas de la nación. ¿Son contenidos modernos? ¿Son incluyentes? ¿Están al día de los avances de las disciplinas? ¿Son creativos? Nadie sabe nada. O los que saben no hablan o no se escuchan.

En épocas de economía naranja, la industria de libro escolar languidece. Hace años las editoriales de textos eran robustas, con muchos editores. Eso hoy vive una notable decadencia. Cierto: hay unos pleitos legales que han afectado el contexto; pero, en su conjunto, Colombia era potencia en producción de libros escolares en el continente. No todos eran perfectos, pero los textos eran de mucho mejor nivel que la media continental. Pues bien, varios de los últimos Gobiernos decidieron ahorrar dinero y evadir una discusión madura sobre el tipo de textos que necesitaba el país. Resultado conexo: las compras públicas de libros en Colombia nunca fueron tan malas.

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La conexión entre texto escolar y éxito. Que no se lean textos puede explicar, en parte, que las escuelas sean las últimas de las pruebas Pisa y que los resultados sean en su conjunto cercanos a los de Albania (no es un chiste). Mientras los colegios privados ganan todas las mediciones de rendimiento, nuestras escuelas públicas se hunden con pésimos resultados. No nos equivoquemos: parte de la explicación es que la mayoría de los colegios privados utilizan buenos textos escolares –impresos y digitales–, mientras que el Estado ha abandonado su interés por el asunto manteniendo unos textos desactualizados en algunas pocas escuelas. Piensen que lo importante del asunto es que para miles de chicos y chicas esos serán sus últimos libros, junto con los del Plan Lector. Después, pues nada más. Lo terrible son las consecuencias: construir ciudadanos y ciudadanas sin capacidad analítica, con un grado mínimo de comprensión de lectura e información de calidad. Construir no lectores para este país es manejar derecho al precipicio del no desarrollo. O si no, preguntémosles a los nórdicos, invitados especiales a la próxima Filbo, si salieron de la pobreza del siglo XIX sin textos en sus escuelas. Ay, tal vez ellos sí nos iluminen.