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Temporada de ferias: una columna de Carolina Sanín

"¿Qué tal proponerles más ejercicios a los escritores que participan en un festival literario, y a sus lectores, y celebrar eventos más performativos y poéticos?", escribe Carolina Sanín en su más reciente columna.

Revista Arcadia, Sara Malagón Llano, Carolina Sanín
1 de octubre de 2019

Este artículo forma parte de la edición 167 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

En los catorce años que llevo asistiendo como invitada a eventos literarios en mi país, he notado un cambio positivo paulatino: el paso de la conversación sobre asuntos externos a los textos a una conversación sobre los problemas que en los textos pueden detectarse; sobre la espacialidad, la inquietud y la textura de lo escrito. Cuando empecé a desfilar por el desfiladero de la reputación literaria, me extrañaba aquel cuestionario salido de la televisión cultural que se repetía de coloquio en coloquio, y en el que se preguntaba al autor de dónde había nacido su obra y de qué acontecimiento de su experiencia había surgido su idea, cuáles eran sus influencias y sus libros favoritos, cómo había empezado a escribir, cómo se ubicaba dentro del “panorama literario nacional” o dentro de su generación, y cuál era su dizque disciplina de escritura. Las preguntas que por lo general se formulaban en las conversaciones públicas tenían que ver no con escribir, sino con la aspiración de ser escritor (de establecerse como un personaje visible en la esfera pública, que es, por demás, lo que muchos escritores nacionales quieren lograr, antes que escribir), y además partían de la fe unívoca en el tiempo sucesivo y sucesorio –histórico, genealógico–, que poco tiene que ver con la percepción que un escritor tiene de las variedades del paso del tiempo a través del espacio textual, y menos tiene que ver con su relación amorosa con el lector o con las obras que han poblado su imaginación.

Se preguntaba por genealogías: de quién eres hermano literario y de quién eres hijo literario, lo cual remitía a las ansiosas genealogías de la Biblia, que, para sustentar la tranquilizadora fantasía patriarcal de que los hombres nacen de otros hombres, establecen linajes que contraen el tiempo (“Vivió Matusalén ciento ochenta y siete años, y engendró a Lamec. Y vivió Matusalén, después que engendró a Lamec, setecientos ochenta y dos años, y engendró hijos e hijas. Fueron, pues, todos los días de Matusalén novecientos sesenta y nueve años, y él murió. Vivió Lamec ciento ochenta y dos años, y engendró un hijo, y lo llamó Noé”, etcétera). Se preguntaba también por primacías y primicias: cómo se te ocurrió, de dónde salió, qué fue lo primero, primerísimo: preguntas insustanciales y que no conducen al saber, como ya lo señaló Cervantes al burlarse del personaje del “Primo” en su segundo Quijote (“Olvidósele a Virgilio declararnos quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el primero que tomó las unciones para curarse del morbo gálico, y yo lo declaro al pie de la letra, y lo autorizo con más de veinte y cinco autores, porque vea vuesa merced si he trabajado bien y si ha de ser útil el tal libro a todo el mundo”). El resultado era una ristra de anécdotas insustanciales –propias y de colegas más famosos y muertos–, de nombres propios, y de citas –que pueden ser igualmente ornamentales, como ya lo señaló Cervantes en el prólogo de su primer Quijote–.

Como digo, eso ha ido cambiando. Y ha cambiado en la medida en que ha aumentado la participación de mujeres en los coloquios, tanto en el papel de autoras como en el de entrevistadoras. Desasidas de la ansiedad sucesoria y sin la ingenuidad que encadena al hombre a las cronologías y al saber acumulativo de las referencias bibliográficas, las mujeres hablan de sus textos y observan su vida en y con ellos: examinan los problemas intelectuales y emocionales que subyacen tras su escritura; se preguntan unas a otras, en público, no por qué existe ni de dónde viene una obra, sino qué es y qué hace un texto. Las mujeres, en los coloquios literarios, están hablando sobre la experiencia estética y filosofando en escena como los literatos no han solido. Y hoy cualquier público puede notar la diferencia de énfasis entre un coloquio sin mujeres y uno con mujeres. Supongo que habrá que puntualizar que no todos los autores machos se comportan como he señalado, y que no todas las autoras hembras dicen cosas novedosas o significativas. En todo caso, estoy hablando de tendencias generales.

Por otra parte, quizás el formato de los eventos en las ferias del libro, en los que predomina el panel (o entrevista por turnos), corresponda a un modo obsoleto de hablar sobre literatura. Habida cuenta de que hoy por fin estamos más interesados en la escritura y menos en la pretensión de la autoría, ¿por qué no hacer, en las ferias, más sesiones de lectura y análisis de lo leído? ¿Qué tal proponerles más ejercicios a los escritores que participan en un festival literario, y a sus lectores, y celebrar eventos más performativos y poéticos? El año pasado me invitaron al festival Filba en Buenos Aires, que me pareció excepcional con respecto a aquello de lo que aquí trato. En uno de los coloquios en los que participé, los autores y las autoras debíamos llevar pasajes de nuestros libros que tuvieran que ver con la familia; los leímos, comentamos unos los textos de los otros, y pensamos juntos, a partir de lo leído, sobre las relaciones familiares. Para otro coloquio, todos debíamos escribir sobre una canción, leer nuestro texto, y luego ponerle al público la canción. Para otro más, debíamos leer lo que se nos había encargado escribir sobre diversos temas y aspectos relativos a nuestra visita a Buenos Aires. Creo que podríamos tomar ejemplo del Filba, y meterles imaginación a las ferias del libro (ya lo hace la Fiesta del Libro de Medellín con su programa de “Adopta a un autor”); es decir, meterles literatura, y así devolverles a los escritores el lugar de escritores y reconocerles a los lectores la dignidad de lectores.

Por último, quería hacer una petición. Siendo eventos que supuestamente reúnen gente que quiere ser reflexiva y pensar despacio (pues escribir y leer son eso), y ante la crisis de un mundo que se asfixia por el desecho, las ferias literarias podrían procurar una integración del hacer con el decir, y dejar de ofrecerles agua en botellas de plástico a sus autores, y dejar de vender café y comidas en envases desechables. Nuestras ferias del libro podrían asumir la tarea y el orgullo de convertirse, en diversos aspectos, en espacios educativos y en espacios donde se vivan y se contemplen los cambios de nuestra consciencia.

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