JUAN MANUEL PARRA

Mucho discurso sobre la felicidad pero, ¿puede usted ser feliz?

En tiempos en que la felicidad se puso nuevamente de moda, encontramos estudios muchas veces contradictorios que dan consejos difíciles de cumplir. Es raro encontrar “la receta” de lo que nos llevará al estado ideal.

Juan Manuel Parra, Juan Manuel Parra
30 de mayo de 2018

¿Cuál es el tiempo de la felicidad? Quien la ata al pasado, le queda el dolor de vivir en la nostalgia. Anclarla solo en el futuro puede llevarlo –como a tantos ricos y famosos- a correr toda la vida detrás de ideales tan pequeños y superficiales (fama, fortuna, imagen, relaciones o cargos) que, de alcanzarlos muy pronto, lo dejaría vacío y con el sinsabor de quedarse sin proyecto de vida. Además, un gozo que dura muy poco, porque se sacia muy rápido luego de la novedad inicial, hace sentir que el objetivo no valía tanto la pena. Pero también pueden ser objetivos tan irreales o tan grandes, que –de no alcanzarlos- lleven a una vida de permanente frustración. Por eso el presente es el mejor tiempo de la felicidad, pero implica aprender a vivir feliz en cada instante, con lo mucho o lo poco, dada la situación que se presente. Esto nos lleva a pensar: ¿cuál es la lista de bienes necesarios para ser felices?

Los filósofos griegos y los medievales no contaban con herramientas para ver cómo reaccionaban las neuronas frente a estímulos y sensaciones pasajeras de placer, ni estudios estadísticos sobre las conductas generalizadas en la sociedad. Pero muchos tenían una sabiduría práctica envidiable y una gran capacidad de observación y reflexión.

Aristóteles y Tomás de Aquino referían cuatro bienes básicos sin los cuales es difícil ser felices. El primero de ellos, la salud, no necesariamente nos hace felices, pero no tenerla complica el panorama. En circunstancias ordinarias, como una fuerte migraña, nos haría muy felices (o menos infelices) una buena medicina. Sin embargo, ¿cómo explicamos los abundantes ejemplos de personas que nos muestran su capacidad de ser felices (y de hacer felices a otros) a pesar de sus limitaciones físicas, enfermedades o los rezagos de un accidente y que, justamente por eso, merecen toda nuestra admiración?

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El segundo, que muchos asocian directamente con la felicidad, son los bienes exteriores (por ejemplo, ciertos bienes materiales como la riqueza, las propiedades, la belleza). Hacer una lista sería imposible, pero encuentran como criterio común el ser útiles como instrumentos para alcanzar ciertas satisfacciones, sin que signifiquen la felicidad misma. Una mínima prosperidad exterior es necesaria para no ser infelices, pero también puede ser un gran estorbo en la medida en que nos hace demasiado dependientes, blandos de carácter, estrechando nuestro horizonte frente a metas más altas y generando angustia por la preocupación que supone buscarlos, acumularlos y conservarlos. Así, comenzamos con el deseo de habitar una buena casa, pero pronto es insuficiente si no es propia; luego la necesitamos más grande, después mejor ubicada, o con más luz y mejor vista o más moderna y en el barrio de moda. También sucede con el automóvil o la ropa. Tarde o temprano se hace difícil retroceder en esa continua búsqueda por tener más y se dificulta compartir, pues –siendo bienes que se agotan o se pierden al darlos- generan espacios incompatibles de relación con los demás o circunscriben nuestras relaciones a cada vez menos personas con quienes nos unen vínculos superficiales y etéreos, con semejantes a nosotros en lo que tienen y no en lo que son.

Los bienes exteriores también incluyen bienes no materiales con problemas similares. El reconocimiento es un acto de justicia (cuando realmente se merece), pero no por ello debe convertirse en una herramienta de motivación inmerecida y frívola. Importa tener “buena fama”, más que ser famoso por vanidad y estatus. El poder o el éxito son tan limitados como las riquezas, en cuanto que ablandan, generan dependencia y no siempre ayudan a una relación sana con otros, pero bien usados pueden ser una fuente de servicio a los demás. Sin embargo, ¿por qué hay tanta gente poderosa, rica y famosa que vive tan infelizmente, o adictos a numerosas sustancias para sobrellevar el vacío de su aparente éxito?

El tercer bien está en el amor y la compañía de los amigos. Pero no porque ellos sean útiles para obtener placer o para la propia felicidad; no siempre son fuente inagotable de alegrías infinitas, pues también compartimos con ellos sus sufrimientos. Tampoco se trata solo de “tenerlos” en plan de acumularlos, como si fueran una posesión más, ni son sirvientes esperando nuestras órdenes y deseos. Pero, ¿por qué hay gente aparentemente llena de amigos y rodeada de gente e invitaciones, que aun así se sienten profundamente solos?

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Por eso los antiguos filósofos formulaban un cuarto bien para regularlos a todos: la virtud. Radica en la fuerza de la voluntad requerida para consolidar buenos hábitos, que nos permite enderezar nuestros deseos, apetitos y emociones espontáneas, que nos distraen del logro de los objetivos de vida que nos proponemos. La virtud da fortaleza a quien no tiene salud para aguantar y salir adelante, y a quien no tiene orden en su vida, le ayuda a fijar prioridades y sacrificar las opciones que se oponen al propio proyecto de vida de largo plazo o lo entorpecen. A todos nos permite tomar mejores decisiones en función de las circunstancias cambiantes que enfrentamos en el plano personal o laboral; frente a nuestra situación física o emocional.

Gracias a la virtud podemos plantearnos metas más elevadas, acometiendo tareas difíciles y agotadoras, así como moderarnos con respecto al espontáneo deseo de darle excesiva importancia a los bienes exteriores y a nuestra comodidad individual, para construir relaciones más sanas y significativas con los demás.

Aun así, falta un ingrediente fundamental: la permanencia. Llegada la vejez, nuestros seres queridos desparecen o se dispersan, la salud decae y nuestra actividad con ella. Poco logran entonces los bienes exteriores y nuestros defectos son más notorios. ¿Qué queda entonces? Decía Tomás de Aquino que la virtud cultivada, ojalá desde joven, es una gran ayuda, pero agrega un quinto bien para darle cierta permanencia al resto: la fe. Pensemos en gente con gran espiritualidad, apoyada muchas veces en sus creencias religiosas, cuya admirable paz interior y fortaleza interna les permite aguantar las etapas más empinadas del camino.

Quizá por eso, para Aristóteles, la felicidad estaba al alcance de quien se esfuerza por ser virtuoso, y en la paz interior que esta condición le puede proporcionar, aun frente a contingencias y adversidades inevitables de la vida.

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