JUAN MANUEL PARRA

¿Qué sugieren las teorías de 'Change management' sobre el paro y los deseos de cambio?

Si es difícil para una empresa cambiar, peor para un país. Le conviene al presidente entender que no puede pretender resultados extraordinarios haciendo lo mismo.

Juan Manuel Parra
4 de diciembre de 2019

Después de las marchas de la semana pasada en Colombia, nos preguntamos: ¿Y ahora qué? Los marchantes piden “cambio” y al Gobierno le toca gestionarlo. ¿Qué nos pueden decir décadas de investigación sobre liderazgo y cambio en las empresas para explicar qué le ha pasado al Gobierno y cómo resolverlo? 

Un popular modelo, “la ecuación del cambio”, dice que para que un cambio suceda se requieren tres elementos que, combinados, deben superar la resistencia a cambiar: 1) Una necesidad percibida de cambio, generada por la insatisfacción con el estado de las cosas; 2) Una visión clara y realista del futuro deseado; y 3) Unos primeros pasos concretos, indispensables para vencer la resistencia inicial. La ecuación, sin embargo, no señala el perfil de quien debe liderarlo, pues estos modelos suelen partir de que los colaboradores son quienes se resisten frente a los cambios propuestos por los directivos. Paradójicamente, en el caso del Gobierno actual, la necesidad surgió más en la gente que en quienes lideran, dando a entrever que son los dirigentes (Gobierno, clase política, instituciones) quienes se resisten. Así, al Gobierno le conviene más sumarse a la insatisfacción ciudadana y gestionarla, para que el cambio no le pase por encima; quizá por eso está tratando de asumir el liderazgo del cambio a partir de una “gran conversación nacional” a la que curiosamente se resiste el comité del paro. 

¿Por qué los modelos de cambio parten de la resistencia natural de los involucrados? Porque cambiar es personalmente duro para cualquiera y, si además viene motivado desde fuera, nuestras reacciones iniciales son la negación (“no es tan grave lo que está pasando”) y la resistencia (“no veo aceptable lo que proponen”). Todos nos anclamos a nuestro statu quo por nuestros hábitos y logros pasados; cambiarlo supone perder cosas individual y grupalmente percibidas como muy valiosas. Esto, sin embargo, nos dificulta explorar alternativas diferentes a lo ya probado y seguro, para comprometerse con un escenario futuro impredecible.

El mismo paro ha demostrado que el primer punto, la necesidad sentida de cambio, es patente, pero no todos coinciden en qué es lo prioritario a cambiar. Más enredado aun el segundo punto de la ecuación, la visión del punto de llegada, pues las marchas no son claras alrededor de un solo propósito concreto, sino que responden a múltiples y muy variadas insatisfacciones reales de múltiples grupos sin un liderazgo claro. “El cambio por el cambio mismo” está lejos de ser una visión de futuro convincente para la mayoría: se puede cambiar para mejorar o para empeorar, y los diferentes actores no coinciden en las prioridades. 

Para resolver esta ambigüedad, el “modelo de los stakeholders” sugiere no priorizar solo los intereses de un grupo contra todos los demás, pues este siempre preferirá impedir los cambios que lo afecten (sean sindicalistas o gremios). Estos diversos “grupos de interés” (stakeholders) tienen intereses distintos en las actividades que la organización (el Estado) realiza y a partir de estos establecen su relación con este o con los demás grupos. Aquí un liderazgo que actúe como gestor e integrador de estas relaciones entre grupos. ¿Cuál es su mayor reto? 1) gestionar grupos cuyos intereses no necesariamente convergen, sino que frecuentemente se contraponen (por ejemplo, regiones que quieren más ingresos del petróleo para sostener programas sociales vs grupos que quieren acabar con la explotación de combustibles fósiles; una facción extremista del partido de gobierno que quiere hacer trizas la paz vs. los defensores del acuerdo con las Farc); y 2) definir cuáles de estos serán los grupos “primarios”, indispensables para la viabilidad y competitividad del país como un todo (aunque su importancia pueda variar según el momento), y hacer prevalecer sus intereses frente a otros “secundarios” y menos relevantes. 

La “gran conversación nacional” del Gobierno requiere entonces: 1) balancear las necesidades de grupos sociales y políticos diversos, más allá de los intereses de su propio partido político (que lo hacen ver como parcializado y desconectado) y de cierta terquedad en sus propias prioridades y programas (al margen de las ideas de grupos igualmente relevantes para la vida en sociedad); y 2) generar una visión realmente compartida, lo cual dependerá de aumentar la participación de esos grupos y partidos en esa conversación. Esto es vital para vencer la resistencia y el escepticismo de quienes son continuamente ignorados en la construcción de los planes del Gobierno, pero que al final sí reciben el impacto directo de decisiones sobre las cuales tuvieron poco para aportar. Por eso el Gobierno debe ver a todos los stakeholders como conjunto, inherentemente unidos, en lugar de reducirse a valorarlos solo como opositores y contradictores, buscando crear las mejores consecuencias posibles para todos y a diferentes plazos, para avanzar todos en una misma dirección y alrededor de un propósito que pueda percibirse como “compartido”, comenzando por ser simple pero profundo e inspirador (es más fácil comprar la idea de paz que la de economía naranja). 

Sin embargo, el modelo de stakeholders parte de un supuesto: que todos interactúan para crear ese “valor compartido”. ¿Qué sucede con ciertos grupos volcados sobre su propio interés, que pretenden beneficiarse a costa de los demás? La teoría no considera a los actores de mala voluntad que persiguen unos objetivos antagónicos (cuyo único propósito es arruinar los planes del Gobierno, saboteando cualquier proceso de convergencia de intereses para su propio beneficio) y otros inconfesables (anarquistas y líderes políticos que priorizan su vanidad personal, sus privilegios de grupo y sus intereses electorales de mediano plazo). Si el Gobierno no equilibra la balanza, estimulará a grupos ignorados para abandonar la conversación e integrar nuevos grupos para presionarlo o realizar actividades para regresar al equilibrio; así, le conviene más utilizar la presión del propio grupo para frenar los intentos de facciones que pretendan imponer sus objetivos y derechos a las malas y en contra del resto.

El tercer elemento de la ecuación del cambio (los primeros pasos indispensables) permite tomar elementos de otros modelos sobre las grandes fases de un cambio: 1) descongelar el modelo actual; 2) cambiar el molde o paradigma desde el cual viene operando; y 3) recongelar o estabilizar una nueva estructura. Los primeros pasos para “descongelarnos” implican cuestionar muchos supuestos tradicionalmente asumidos sobre los temas en conflicto y actuar con “sentido de urgencia” para enfrentar la crisis. El paro y el contagio internacional de la indignación social han generado esta presión. Pero esto debe derivar naturalmente en unas primeras acciones necesarias para calmar los ánimos. 

Primero, hacer un diagnóstico claro de los “dolores”, que pasa por reconocer pública y humildemente los errores, escuchando y conciliando más de lo que se informa y se defiende, como paso fundamental para poner a todos en la misma página sobre por qué no podemos seguir en el mismo punto. 

Segundo, entender que el cambio es un trabajo de equipo. Por eso requiere una “coalición fuerte” con representantes de aquellos grupos que serán impactados (para bien y para mal) por el proceso de transformación, quienes deben tener autoridad legítima (es decir, credibilidad dentro y fuera de su grupo original, tanto por sus altas capacidades como por su imparcialidad y sus buenas intenciones); pero esto no es suficiente si estos son personalmente incapaces de escuchar, ceder, proponer y conciliar.  También debe trabajarse con un enfoque altamente participativo, con procesos claros y organizados, orientados a explorar soluciones creativas, y desarrollando planes conjuntos que generen compromiso entre sus miembros. El resultado debe sintetizarse en una visión clara y compartida y una estrategia común para lograrla. 

Por último, esto no debe quedarse en planes de muy largo plazo. Frente a una sensación de crisis, no sirve un “plan en papel” a varios años, que no alivie dolores reales y fuertemente sentidos hoy. Es vital un plan de “victorias tempranas”, de resultados de muy corto plazo (algunos eminentemente simbólicos, pero significativos), para comunicar a los escépticos que el plan se está concretando en la realidad. En la empresa, por ejemplo, esto conlleva cambios notorios en el equipo de alta dirección, medidas prontas alrededor de temas sensibles y de soluciones expeditas, aplazamiento de proyectos impopulares y en manos de tecnócratas carentes de empatía y de lenguaje comprensible, etc. 

El cambio siempre es difícil, pero conviene al presidente entender que no puede pretender resultados distintos haciendo lo mismo y del mismo modo, con los mismos y para los mismos.