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CRÍTICA DE CINE

Naturalezas muertas en Bogotá

'La defensa del dragón' es la ópera prima de Natalia Santa y fue estrenada en la reciente versión del Festival de Cannes. La obra colombiana se destaca por su arriesgada representación de la clase media y la educación en Colombia. Su estreno nacional será el 27 de julio en las salas de cine.

Revista Arcadia
21 de junio de 2017

La defensa del dragón, ópera prima de Natalia Santa, llegará a las salas el próximo mes, antecedida por el aval —sobreestimado— que otorga un estreno en Cannes. Las siguientes notas apuntan a entender el porqué esta película, con sus traspiés, señala una deriva estimulante para el cine colombiano, por su coraje para atreverse en zonas inciertas: representar la inasible “clase media” o rehuir los “grandes temas” que se imponen a los cines periféricos; de paso sirve para cuestionar dañinos mitos y ansiedades como la obsesión por el triunfo inmediato.

La película empieza por sembrar la promesa de un retrato de grupo, con tres figuras principales: Samuel, Joaquín y Cebrián, y la —improbable— amistad que los une por encima de distancias de origen, educación o clase social. Diferencias no del todo explicitadas, por lo que el primer don que el espectador le debe conceder a La defensa del dragón es aceptar su precario alcance sociológico. El retrato falla en una de sus reglas implícitas: sugerir o indicar aquello que, fuera del cuadro, da volumen y densidad a los retratados.

La defensa del dragón sobreexpone las marcas exteriores en planos que sitúan a estos “cincuentones” en el centro de Bogotá y en lugares como el club de ajedrez Lasker o el Casino Caribe. Son reconocibles, no se sabe muy bien para qué, emblemas urbanos como Transmilenio o el edificio de Fonade. En contraste, los gestos y el lenguaje de los tres amigos son genéricos y despersonalizados. Samuel es interpretado por el músico español Gonzalo de Sagarminaga; Joaquín, por un ceremonioso Hernán Méndez, y Cebrián —un personaje español—, por Manuel Navarro, actor de esa misma nacionalidad. Quizá la despersonalización, el borramiento de las raíces sea el corazón mismo de la película. Pero también es su limitación: imponer tesis sobre los personajes (la soledad o el fracaso) o espacios físicos (Bogotá) sin que entre unos y otros haya una correlación necesaria. Se llega por este medio a la obsesión del anticuario que saca las cosas de un contexto que les da pleno sentido y las exhibe en un gabinete de curiosidades aisladas.

Al no lograr la contundencia psicológica o sociológica del retrato, la película deriva hacia el paisaje. Ese desvío bien pudo ser su camino principal, pues en el paisaje prevalece —y se asume— lo aleatorio, el acercamiento curioso, la distancia. Cuando deja emerger esa mirada, La defensa del dragón logra sus mejores momentos: los amigos observados no con filtros melodramáticos o pathos trágico —más propios del retrato—, sino con una sequedad que, paradójicamente, deja filtrar la ternura. Hay guiños humorísticos repartidos por toda la película, más en los encuadres y el arte, que en los esquemáticos diálogos o situaciones. Un dibujo de Tarkovski en una pared, los planos de unos pies, de un trasero o de una puerta con la pintura descascarada, una eventual mirada a cámara de un personaje. Son señales que desacomodan y llevan al espectador a otro registro y emoción. Pero este tono distanciado, en el que muchos comentadores encuentran la lección del uruguayo Pablo Stoll (asesor del proyecto) o los finlandeses Aki y Mika Kaurismäki, es una nota de pie de página, un leitmotiv sin suficiente desarrollo. Al contrario, los personajes hablan casi siempre en pesadas sentencias y se mueven en estilos actorales que incomodan, por fallidos.

Cuando acepta su tono, se olvida de la solemnidad y se entrega a la cuidadosa elaboración de las naturalezas muertas (paisajes de objetos y de seres que se mueven obstinadamente entre ellos) que sugieren sus planos estáticos y la colisión existencial de sus personajes, La defensa del dragón gana en verdad humana y en calidad y calidez de la mirada. El paisaje es la singularidad de quien lo mira. Ver aparecer esa otra película dentro de la película es el premio que se puede llevar el espectador: acompañar el proceso de maduración de un estilo. ¿Parece poco? No cuando la mayoría del cine que vemos por acá ofrece mucho menos que eso.