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Crítica de cine

Una mancha que se extiende

'Lady Macbeth' de William Oldroyd es un macabro viaje al corazón de las ansiedades modernas.

Revista Arcadia
19 de septiembre de 2017

En Macbeth, ópera de Giuseppe Verdi, la desesperada heroína shakesperiana canta, sonámbula, la célebre aria “Una macchia è qui tuttora” (una mancha que permanece), mientras intenta limpiar la sangre de sus manos asesinas. Los personajes contemporáneos que han heredado la ambición desmedida y la desgracia de Lady Macbeth suelen tener menos escrúpulos, así se trate de la cínica Claire Underwood de House of Cards, o de la agobiada pero altanera Catherine de Lady Macbeth, ópera prima del director de teatro inglés William Oldroyd e inspirada en un relato corto del escritor ruso Nikolai Leskov.

El material narrativo de Leskov ha tenido un curioso viaje por la historia cultural. El experimento musical de Dmitri Shostakóvich basado en “Lady Macbeth de Mentsk” (nombre del relato de Leskov) fue el principio de la tensa relación del compositor soviético con el régimen comunista. Se supone –y Julian Barnes lo suscribe en la novela El ruido del tiempo– que el célebre editorial en donde se habla de esta ópera como “caos en vez de música” y se le acusa de “decadente y desviacionista”, fue escrito por el propio Stalin. En 1962, la misma fuente literaria inspiró una película del polaco Andrzej Wajda.

Es muy probable que Oldroyd tuviera estos célebres antecedentes en cuenta a la hora de ejercer su derecho a traicionar a Leskov. El magnético personaje de Catherine, una adolescente oprimida por un matrimonio arreglado, bajo el yugo de un marido impotente y un suegro en extremo hostil, es trasladado de la Rusia de los zares a la Inglaterra victoriana. Con este desplazamiento, la adaptación contemporánea entra a dialogar con la tradición de la novela gótica y sus temas latentes (en especial el pánico racial y la represión sexual). Oldroyd enfatiza las tensiones sociales entre amos y sirvientes, y el miedo a que estos últimos se subviertan y rompan el orden económico y simbólico. Mantener la sexualidad bajo control, o al menos esa fue la fantasía victoriana, garantizaría la estabilidad social. La nueva adaptación de Lady Macbeth racializa esos miedos (los siervos son negros, y también el supuesto hijo extramatrimonial del marido de Catherine) y los hace resonar con el racismo contemporáneo.

Catherine también se integra a la tradición de mujeres del siglo XIX que intentaron romper el corsé de las imposiciones burguesas, pero se dieron a la mayor de las convenciones de la nueva sociedad: el adulterio. Sus hermanas de desgracia son Emma Bovary y Ana Karenina, de las que se puede decir todo menos que lograron una liberación. Fueron mujeres como Emily Dickinson quienes construyeron una habitación propia, sin hombres que entraran en su secreto, aunque el costo personal para la gran poeta estadounidense –tal como lo muestra una reciente película de Terence Davies– fue inmenso y la amenaza de la histeria la cercara. La protagonista de la película de Oldroyd es mucho más oscura que las Lady Macbeth de la tradición. Sobre Catherine ya no se extiende el castigo y la culpa sino un enorme vacío moral, agudo y anacrónico comentario del director sobre el mundo actual y los deseos y –por supuesto– abusos de poder.

Pero esta Lady Macbeth es, más allá de su lugar en el recorrido de tan formidable y resistente mito cultural, puro estilo. El extremo formalismo de los encuadres y la iluminación tiene la función de un contenedor que asfixia a los personajes. La joven Florence Pugh interpreta a una Catherine fría y pasional a la vez, pura energía instintiva que desborda las explicaciones psicológicas. Su presencia es lo más perturbador de la película, aunque no terminemos de entender de dónde viene su maldad. Como ella, los demás personajes están atrapados en un teatro, un siniestro juego de máscaras que, no obstante, no termina en tragedia. Porque lo trágico supone creer en un orden moral superior que merece el sacrificio y la expiación. Y en el universo de esta ópera prima realizada con rigor e inteligencia, no hay nada así de consolador.