Hace 100 años nació en Palermo Natalia Ginzburg, una de las escritoras más importantes de Italia en el siglo XX y, sin embargo, una relativa desconocida en castellano. Con ocasión de su centenario, Editorial Lumen acaba de publicar un par de sus numerosas obras, que incluyen novelas, obras de teatro y ensayos. Las tareas de casa y otros ensayos es una colección de columnas publicadas en La Stampa, Il Corriere della Sera, L`Unità, Il Mondo, entre otros medios, además de algunos prólogos a libros de otros escritores, y hasta un discurso, todos escritos entre 1963 y 1990.
Ginzburg se autodescribe como una escritora pequeña. Lo dice porque rehúsa una y otra vez que la consideren experta en nada. Porque solo le interesa la vida a partir de los detalles, las cosas inmediatas, los asuntos cotidianos. Y porque escribe en una forma sencilla y humilde, precisa y clara, exenta de pretensiones. Pero nada de eso significa que se trate de una escritora menor. Por el contrario. Su decencia, su honradez y su amor por las palabras, combinados con su aversión a la grandilocuencia y al dramatismo, dan a sus textos una fuerza inolvidable.
No solo porque es capaz de abocar los temas con propiedad y sin aspavientos, sino porque el suyo es un dolor contenido. Así, por ejemplo, recuerda a los compañeros de su vida (Cesare Pavese, Carlo Levi, Sandro Penna, Ítalo Calvino…) sin maniqueísmos ni condescendencia, sin adjetivarlos, desnudos en su intuida complejidad.
Y es que, como tantos de su generación en Europa, Natalia Ginzburg atravesó con dolor por la experiencia de la Segunda Guerra Mundial y al terminar, tuvo que rehacer su vida en medio de esa especie de amanecer incierto. De ese modo, ella se convirtió en un testigo excepcional capaz de registrar desde su oficio de escritora intimista ese período a mediados del siglo XX en el que la civilización occidental pareció colapsar.
Natalia vivió momentos capaces de marcar para siempre la existencia de cualquiera, pero ninguno le impidió seguir siendo ella. En uno de sus ensayos, La pereza, en el que habla de su vida laboral, la autora recuerda: “En el 44, en octubre, vine a Roma a buscar trabajo. Mi marido había muerto durante el invierno (…) Hacía tiempo que no teníamos casa, (…) quería que mis hijos volvieran a tener una casa conmigo”. Pero Leone Ginzburg, intelectual ruso y activista antifascista, no había muerto de cualquier modo. Perdió la vida a manos de los nazis, torturado mientras lo interrogaban. Ella, hija de una familia mixta de clase media acomodada, había vivido bajo Mussolini una existencia desarraigada y luego clandestina, en apartamentos de amigos y hasta refugiada en un convento. Lo sabemos porque lo cuenta, con la misma ausencia de dramatismo, en un texto al final titulado Autobiografía en tercera persona.
Con igual talante, Ginzburg hace notas autobiográficas y de no ficción con las que compone la novela en marcha de su vida y de su mundo. Y al hacerlo habla de los oficios domésticos, de las vacaciones y los viajes, de la compra de una casa, de su incapacidad para disfrutar la ópera, comenta libros, analiza películas y hace manifiestos polémicos, como cuando defiende el aborto, ataca al papa Pablo VI por no haber impedido a Franco ejecutar a sus últimas víctimas en 1975, o se declara en contra del feminismo, al que rechaza como cualquier otra forma de rotulación del ser humano.
En uno de sus textos de este volumen comenta Cien años de soledad, la novela que, en sus palabras, llega entonces (escribe en 1969) a comprobar que el género no estaba muerto, como se discutía entonces. “Porque las novelas están entre esas cosas del mundo que son a la vez inútiles y necesarias, totalmente inútiles porque carecen de una razón de ser visible y de cualquier clase de finalidad, y no obstante necesarias en la vida como el pan y el agua, y entre esas cosas del mundo que a menudo se ven amenazadas de muerte y que, sin embargo, son inmortales”.