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CRÍTICA MÚSICA

La hora del té

Emilio Sanmiguel habla sobre la vida cultural en Londres y Bogotá. ¿Se parecen?

Revista Arcadia
21 de mayo de 2018

Los ingleses toman té a las cinco de la tarde. No es verdad que estén pendientes del Meridiano de Greenwich para apurar el primer sorbo. En cambio sí es verdad que son puntuales. Llegan a las citas a la hora convenida y los trenes en Londres salen de la Estación Victoria con precisión: ni un minutos antes ni uno después.

Ocurre lo mismo en su vida cultural. Londres es una de las más importantes capitales musicales del mundo desde el siglo XVIII. Por sus auditorios y teatros pasan los que son y los que quieren ser alguien. El público está a la altura. Aprecia lo que ocurre en su ciudad y sí se permite unos minutos a la hora del té. A los espectáculos llegan con británica puntualidad, y algunos con antelación, porque toman el té en las cafeterías y restaurantes o disfrutan de un oporto o un “escocés” en el pub cercano.

Eso no solo ocurre en la capital británica. Es igual en París, Milán, Oslo, Múnich, Viena o Berlín. Nadie quiere llegar tarde a un concierto de la Filarmónica de Berlín, porque conseguir una localidad es faena de romanos y el que llega tarde, se queda por fuera. Llueva, truene o relampaguee, ese infeliz tiene que conformarse con ver el espectáculo en monitores instalados en vestíbulos y salones.

El “Usted no sabe quién soy yo” no funciona y al director del Covent Garden no se le pasaría por la cabeza dejar recomendados, porque cuando la reina ocupa el palco real, da ejemplo: llega en punto para tener tiempo de las ceremonias protocolarias que su presencia impone en una sala, cuyo telón exhibe sus Iniciales: E.R.: Elizabeth Regina.

Todos esos recintos tienen en común que marcan la temperatura cultural de países del mundo desarrollado. Aquí, en cambio, y para empezar, el concierto de las ocho de la noche arranca, con suerte, a las 8:20. Cuando no hay discurso. Durante los primeros 30 minutos, hay que padecer la llegada de las “Vírgenes necias”, que con el mayor desparpajo, y ayudadas por las linternas de los acomodadores, interrumpen el espectáculo al que se tomaron el trabajo de llegar a tiempo y se toman los primeros minutos para teclear en el celular a sus miles de seguidores que ya llegaron. Son unos caraduras.

Lo increíble es que pase lo mismo tras el intermedio. Aquí ningún teatro tiene una buena cafetería. Muchísimo menos un restaurante. Pero la procesión de los retrasados anima de nuevo el espectáculo. No hay excusa distinta para el hecho de que los teatros, al menos en Bogotá, carecen de servicios sanitarios suficientes, y las colas en las puertas de los baños son intolerables.

Jaime Duarte French, que entre 1958 y 1983 dirigió la Biblioteca Luis Ángel Arango, impuso la puntualidad en la sala de conciertos. A las 6:45 de la tarde se cerraban las puertas y nadie ingresaba hasta después del intermedio, así en el escenario estuviera, como estuvo, Martha Argerich y un “cacao” pretendiera saltarse la norma.

Bogotá es una ciudad complicada. Llegar a los teatros del centro puede ser un infierno por el tráfico, porque no hay transporte público decente y porque acceder a un parqueadero es casi imposible. Con los teatros al norte, como el Julio Mario Santo Domingo, hay que invertir horas para llegar a tiempo. Ese espectador que llega puntualmente a la cita no merecería ser víctima de los impuntuales.

Aquí en algunos conciertos hay boletería costosísima, como la de los países desarrollados: si a los que llegan tarde no les duele en el alma, pues ¡que les duela en el bolsillo!