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Crítica de cine

La verdad os hará libres: 'Señorita María: la falda de la montaña'

Rubén Mendoza ha dirigido un documental magnetizado por la fuerza individual de un personaje, en el que resuenan, nítidas, las múltiples violencias que nos asedian.

Revista Arcadia
22 de noviembre de 2017

Las películas de Rubén Mendoza suelen tener brillantes, envolventes comienzos. En La sociedad del semáforo, después de los créditos con el audio de Agarrando pueblo, y el título sobre fondo rojo (que se repite en Señorita María), vemos un embotellamiento –¿caprichoso?– de ambulancias. Memorias del calavero parte con una conversación telefónica entre el director y su personaje (“el Cucho”), que define la tensión sobre la que estará sostenida la película. Señorita María, la falda de la montaña, su quinto largometraje, arranca con una cámara que avanza por carreteras principales y secundarias de los Andes colombianos, hasta que se encuentran con una espalda de mujer –la señorita María– que nos conduce hasta la casa-templo donde ella practica sus rituales de cuidado de sí misma, de los animales que la acompañan y de su entorno.

La película termina con esa misma cámara que retrocede, duda si detenerse un momento –y quedarse con la señorita– y finalmente abandona al personaje. Pero la María Luisa que la película deja sola no es la misma del comienzo. Ahora camina de frente; la película la llevó al difícil, angustioso reconocimiento de un saber sobre ella misma, una verdad que no tiene límites ni remedio. Pero ¿es solo su verdad? Se precisa un extremo (¡ay, tan colombiano!) de indolencia, para suponer que la violencia que la vida arrojó sobre María Luisa le incumbe solo a ella. Mendoza ha dirigido un documental magnetizado por la fuerza individual de un personaje, en el que resuenan, nítidas, las múltiples violencias que nos asedian.

María Luisa nació en un cuerpo de hombre, pero desde muy joven decidió vestirse de mujer y hacerse llamar como la Virgen María. En vez del silencio (de los actos y de las palabras), que ratifica el poder de los violentos, ella disputa el orden patriarcal con sencillos y vehementes gestos: hacerse un lugar en el mundo, en su comunidad, en la iglesia misógina y homofóbica, en las procesiones con la música de una banda de pueblo. Como La mujer del animal, de Víctor Gaviria, Señorita María, la falda de la montaña nos pone frente a algo que es siniestro y hermoso a la vez, y que tiene que ver con nuestro origen negado: el campo. Ambas son películas que nos obligan a ver lo que no queremos: que venimos de ese forcejeo entre naturaleza y cultura, de los crímenes de nuestros padres, de los incestos y tabúes, de una sexualidad ominosa. Y que el precio que debemos pagar por ser otra cosa, por liberarnos, es aceptar esa verdad. ¡Debemos ver!

Mendoza actúa aquí como un intermediario para que esa verdad salga a la superficie; él le pregunta a la señorita María, con su cuerpo fuera de cámara, desde cuándo ella escogió su nombre y cuestiona su fe en que será transformada, pues Dios –le dice Mendoza– no es un cirujano que va a venir a cambiar su cuerpo de hombre. Lleva al personaje, con algo de tosquedad, al reconocimiento de su dolor y su secreto. Es fácil pensar que el realizador transgrede el pudor que debe tener un cineasta. Vivimos en una época harto pacata, cómplice del silencio y enemiga del conflicto. De mi parte celebro las incisiones que Mendoza hace al tejido de convenciones y mentiras en el que todos parecemos tan cómodos. Lo celebro porque pienso que, intuitivamente, con esa manera brusca, está reconociendo la grandeza de su personaje, se está rindiendo ante la lección de su fe.

La señorita María es un personaje de índole franciscana y la película le permite entonar su propio canto de amor al universo. María Luisa es siempre más que su sufrimiento. Es una fuerza descomunal que insulta, sueña, se rebela, actúa. Lo más lejano al vampirismo de la miseria. Mendoza logra aquí su mejor trabajo hasta ahora y, paradójicamente, el más convencional. La convención de la estructura está sacudida por la transgresión de su personaje y del mundo que retrata. “La verdad os hará libres”, se lee en un altar de la iglesia en la que la señorita María se arrodilla. La película asume esa lección. También ella se libera y nos libera.