Se ha vuelto un lugar común afirmar que la violencia colombiana, tan diversa y prolongada, ha encontrado cabida en las novelas pero nunca en la poesía. Esta antología de Juan Manuel Roca, cuidadosa, valiente, demuestra todo lo contrario. El libro es una compilación de cincuenta y un poetas que no pudieron alejar su obra de esta realidad que la circunda. Por supuesto, no es este el caso de una antología comprometida, con versos de tesis ni nada que se le parezca. Es simplemente el resultado de una poesía que, como lo señala Roca en la introducción, tuvo el mismo dilema con el que inicia la Vorágine: jugó su corazón al azar y se lo ganó la violencia.
De lo que se insinúa a lo evidente. De lo contenido hasta lo más descarnado. El libro es un recorrido cronológico que arranca con uno de los poemas de juventud de Aurelio Arturo, Balada de la guerra civil, mostrando una faceta poco explorada del autor de Morada al Sur, y que termina con un poema de la bogotana Andrea Bula sobre la violencia en las encuestas. Sorprende la cantidad de perspectivas que han encontrado estos poetas para hablar de la misma violencia, como sorprende la cantidad de violencias que se han reunido en un solo país. Aquellos muertos anónimos que se abrazan como amantes en la Llanura de Tulúa de Fernando Charry. La violencia del desplazamiento en Héctor Rojas Herazo. La Balada de Mario Rivero, que cuenta de una época remota en la que a los paramilitares se les decía pájaros. Otros, más sutiles, hablan de la sangre que limpia un lavador de calles en otro gran poema de José Manuel Arango, y cómo olvidar el de Piedad Bonnett donde la guerra que nos llega por la frías cifras recobra su dolor. Violencia intrafamiliar, violencia de Estado, violencia del lenguaje, violencia de la represión psicológica en un bello poema de Santiago Mutis, y hasta aparece una buena literatura de matones entre tanta novelita efímera del sicariato.
Y todo esto con un mérito adicional: la antología, a pesar de su limitación temática, no desfallece en la calidad. Es un trabajo depurado, que hasta redescubre voces olvidadas como la de Óscar Hernández, y presenta a otras de gran factura como es el caso de Omar Ortiz o Juan Carlos Galeano.
La casa sin sosiego es la segunda antología que le publica Taller de Edición a Juan Manuel Roca. La primera, Boca que busca la boca, con criterios muy similares reunió a la poesía erótica del siglo XX colombiano. Aparte de la introducción de Roca, texto que será clave para los estudiosos de la violencia, el libro está prologado por el investigador y columnista León Valencia. El título, como el país mismo, es la negación del famoso verso de San Juan de la Cruz: “Estando ya mi casa sosegada”. El epígrafe, “que la guerra descanse en paz”, es el eslogan de la Casa Silva justo antes de que María Mercedes Carranza, a causa de su propio dolor, se convirtiera en una víctima colateral de la violencia colombiana.
La lectura de estos poemas seleccionados por Roca –que aunque no se incluye es otro poeta de la violencia– nos deja una enorme reflexión, una memoria de la situación nacional. Como si al país se le sometiera al diván del psicoanálisis, aquí se revela una agresión que carece de heroísmo, y que se ha colado en las palabras, en la conciencia y hasta en los sueños de todo un siglo. Lo que se revela no es agradable, ni para el indiferente por que quiere que se olvide, ni para el violento por que no quiere que se recuerde.
"¿Para qué la poesía en tiempos sombríos?", se pregunta Roca citando a Hölderlin. Quizás cada una de estas 51 voces, con distintas excusas y desde distintos focos, estén repicando en una misma respuesta: para atreverse a nombrarlos.