Colombia, gracias a la corrupción, se encamina de nuevo a un Estado Fallido.
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En
la opinión pública ha quedado la imagen de que Álvaro Uribe, en sus dos
periodos presidenciales, sacó al estado colombiano del estatus de
Estado Fallido, como se comentaba en medios académicos y políticos
cuando, en épocas pretéritas, se estudiaba el caso colombiano. El punto
central que, en ese entonces, fundamentaba tal apreciación era el
control que ejercían los grupos armados irregulares de zonas importantes
del territorio colombiano; lo que, en otras palabras, quería decir que
el estado no poseía el monopolio de las armas.
Álvaro Uribe, con
su política de Seguridad Democrática, supuestamente le devolvió dicho
monopolio al estado colombiano. Arrinconó a las FARC y desmovilizó a las
AUC. Lo primero es cierto, sin que signifique que la insurgencia de
izquierda haya sido derrotada, y lo segundo resultó siendo un montaje
circense, hoy objeto de investigaciones penales.
Pero
existen otros indicadores para medir un Estado Fallido. Entre ellos se
encuentran la legitimidad en las decisiones públicas, los niveles de
corrupción y la existencia de desplazamiento forzado de una parte
importante de su población, ya sea en su propio territorio o fuera de
él. Sobre el desplazamiento sobran los comentarios por ahora y bien vale
la pena revisar los dos primeros.
Sabemos que la legitimidad del
segundo periodo de Uribe está seriamente cuestionada. La reforma
constitucional, que permitió la reelección inmediata del presidente,
estuvo salpicada por la compra de votos de algunos congresistas;
escándalo que se ha conocido como la “Yidispolítica” por la confesión
que hizo la ex congresista Yidis Medina de la venta de su voto
afirmativo por la reforma a cambio de prebendas dadas por el ejecutivo;
mote bajo el cual también se han clasificado las revelaciones de los
demás episodios que llevaron a obtener, ilegalmente, la aprobación de la
iniciativa constitucional. El segundo periodo de Uribe adoleció de
legitimidad.
La corrupción rampante del anterior gobierno que se ha
ventilado no ha podido ser más demoledora. A los episodios de los
seguimientos ilegales a jueces y periodistas, a las desviaciones
ilegales de fondos del programa de Agro Ingresos Seguro, a los mal
llamados "falsos positivos" - asesinatos de civiles para hacerlos pasar
por guerrilleros-, entre otros, se les suma ahora, el más aberrante, el
del desfalco a los dineros de la salud. Sobre este último, según lo han
afirmado las autoridades, fue ejecutado por funcionarios del Ministerio
de Protección Social en favor de algunas entidades promotoras de salud
(EPS), por su labor obtenían su correspondiente comisión; el ilícito se desarrolló desde el año 2006 y alcanzaría cifras escandalosas.
El
presidente Santos ha hecho bien en liderar una cruzada contra la
corrupción, acompañado por la Procuraduría, la Contraloría y la
Fiscalía, lo que lo lleva a diferenciarse de su antecesor en la
presidencia. Al ex presidente los asistentes a sus llamados Consejos
Comunitarios le denunciaban actos de corrupción y este en público rasgaba
las vestiduras y, de forma populista, prometía investigaciones y
correcciones; pero se quedaba así, nada sucedía en aras de enmendar el
rumbo. El ex ministro de la Protección Social, ante el nuevo escándalo,
pretende deslegitimar las cifras del billonario desfalco, afirmar que en
su momento tuvo sospechas de que algo mal estaba ocurriendo y
manifestar que pidió las investigaciones correspondientes. Pero como
"obras son amores y no buenas razones" el actual presidente, y su equipo
de gobierno, sabe que el estado de corrupción heredado no puede seguir
al ritmo en el que venía operando y que, por lo tanto, el real
compromiso por combatirlo primero nace de la convicción de no tolerar
esa práctica en la gestión pública y, en segundo lugar, del despliegue
institucional necesario para destapar los actos y actores de la
ilegalidad estatal para descargar el peso de la ley a sus culpables, sin
miramientos de condición social o política. La labor del ejecutivo no
solo es denunciar irregularidades sino poner los recursos legales y
administrativos con que cuenta para implementar controles y corregir los
errores; eso hace un administrador eficaz y comprometido con su tarea.
De
nada sirve que el país tenga un grado de inversión o que haya hecho
esfuerzos por internacionalizar la economía si por la vía de la
corrupción y de la violencia, que no hemos podido acabar, seguimos en
riesgo de caer de nuevo en el escenario de los estados fallidos.
Debemos apoyar los esfuerzos que está haciendo en ese sentido el gobierno y castigar los “twitters” del ex presidente que busca impunidad para sus delincuentes colaboradores.
B ogotá D.C., Colombia. Mayo 2011.