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Colombia, gracias a la corrupción, se encamina de nuevo a un Estado Fallido.

Semana
8 de mayo de 2011

En la opinión pública ha quedado la imagen de que Álvaro Uribe, en sus dos periodos presidenciales, sacó al estado colombiano del estatus de Estado Fallido, como se comentaba en medios académicos y políticos cuando, en épocas pretéritas, se estudiaba el caso colombiano. El punto central que, en ese entonces, fundamentaba tal apreciación era el control que ejercían los grupos armados irregulares de zonas importantes del territorio colombiano; lo que, en otras palabras, quería decir que el estado no poseía el monopolio de las armas.

Álvaro Uribe, con su política de Seguridad Democrática, supuestamente le devolvió dicho monopolio al estado colombiano. Arrinconó a las FARC y desmovilizó a las AUC. Lo primero es cierto, sin que signifique que la insurgencia de izquierda haya sido derrotada, y lo segundo resultó siendo un montaje circense, hoy objeto de investigaciones penales.


Pero existen otros indicadores para medir un Estado Fallido. Entre ellos se encuentran la legitimidad en las decisiones públicas, los niveles de corrupción y la existencia de desplazamiento forzado de una parte importante de su población, ya sea en su propio territorio o fuera de él. Sobre el desplazamiento sobran los comentarios por ahora y bien vale la pena revisar los dos primeros.

Sabemos que la legitimidad del segundo periodo de Uribe está seriamente cuestionada. La reforma constitucional, que permitió la reelección inmediata del presidente, estuvo salpicada por la compra de votos de algunos congresistas; escándalo que se ha conocido como la “Yidispolítica” por la confesión que hizo la ex congresista Yidis Medina de la venta de su voto afirmativo por la reforma a cambio de prebendas dadas por el ejecutivo; mote bajo el cual también se han clasificado las revelaciones de los demás episodios que llevaron a obtener, ilegalmente, la aprobación de la iniciativa constitucional. El segundo periodo de Uribe adoleció de legitimidad.

La corrupción rampante del anterior gobierno que se ha ventilado no ha podido ser más demoledora. A los episodios de los seguimientos ilegales a jueces y periodistas, a las desviaciones ilegales de fondos del programa de Agro Ingresos Seguro, a los mal llamados "falsos positivos" - asesinatos de civiles para hacerlos pasar por guerrilleros-, entre otros, se les suma ahora, el más aberrante, el del desfalco a los dineros de la salud. Sobre este último, según lo han afirmado las autoridades, fue ejecutado por funcionarios del Ministerio de Protección Social en favor de algunas entidades promotoras de salud (EPS), por su labor obtenían su correspondiente comisión; el ilícito se desarrolló desde el año 2006 y alcanzaría cifras escandalosas.

El presidente Santos ha hecho bien en liderar una cruzada contra la corrupción, acompañado por la Procuraduría, la Contraloría y la Fiscalía, lo que lo lleva a diferenciarse de su antecesor en la presidencia. Al ex presidente los asistentes a sus llamados Consejos Comunitarios le denunciaban actos de corrupción y este en público rasgaba las vestiduras y, de forma populista, prometía investigaciones y correcciones; pero se quedaba así, nada sucedía en aras de enmendar el rumbo. El ex ministro de la Protección Social, ante el nuevo escándalo, pretende deslegitimar las cifras del billonario desfalco, afirmar que en su momento tuvo sospechas de que algo mal estaba ocurriendo y manifestar que pidió las investigaciones correspondientes. Pero como "obras son amores y no buenas razones" el actual presidente, y su equipo de gobierno, sabe que el estado de corrupción heredado no puede seguir al ritmo en el que venía operando y que, por lo tanto, el real compromiso por combatirlo primero nace de la convicción de no tolerar esa práctica en la gestión pública y, en segundo lugar, del despliegue institucional necesario para destapar los actos y actores de la ilegalidad estatal para descargar el peso de la ley a sus culpables, sin miramientos de condición social o política. La labor del ejecutivo no solo es denunciar irregularidades sino poner los recursos legales y administrativos con que cuenta para implementar controles y corregir los errores; eso hace un administrador eficaz y comprometido con su tarea.

De nada sirve que el país tenga un grado de inversión o que haya hecho esfuerzos por internacionalizar la economía si por la vía de la corrupción y de la violencia, que no hemos podido acabar, seguimos en riesgo de caer de nuevo en el escenario de los estados fallidos.

 

Debemos apoyar los esfuerzos que está haciendo en ese sentido el gobierno y castigar los “twitters” del ex presidente que busca impunidad para sus delincuentes colaboradores.

 

B ogotá D.C., Colombia. Mayo 2011.

 

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