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Batuta mágica

James Schutmaat siembra paz como director de orquesta y coros en medio de una región convulsionada.

21 de agosto de 2000

Un día cualquiera James Schutmaat cambió su vida. Era presidente de Arquitectura Beckhoff de Caracas, con 250 empleados y un presupuesto de 10 millones de dólares al año. Viajaba de prisa, iba a cocteles aburridos y no se quitaba la corbata. Estaba de visita en Ocaña, Norte de Santander, donde hacía tiempo pasaba vacaciones. Sin pensarlo resolvió quedarse. Lo primero que hizo fue romper sus tarjetas de crédito.

“Aquí no me iban a servir para nada”, dice con su acento de todas partes, porque a Schutmaat lo conocen en Ocaña como el ‘Gringo’ aunque nació en Medellín hace 53 años. Luego vivió en Bogotá, en Barranquilla, en Suiza, en Estados Unidos; de un lado a otro con su padre, un pastor presbiteriano de Holland, Michigan. En la tierra de sus padres estudió arquitectura.

La decisión de quedarse en ese pueblo ventoso hace 11 años era más que un retiro del mundo de los negocios. Fue recuperar su otra vida, la que había cultivado desde niño: de violinista, director de orquesta y compositor.

Anduvo con sus hermanos, su mamá violinista y su papá pianista dando conciertos como la familia Von Trapp de La novicia rebelde. Estudió música en los conservatorios de donde vivió. Y cuando se volvió ejecutivo en Venezuela, dirigió la Orquesta de Cámara de Caracas.

Pero la razón de ser de la nueva vida de Schutmaat en Ocaña tampoco era tener tiempo para practicar el violín en la espaciosa y acústica casa que se construyó en la cima de una colina. Fue a ponerle a hervir el talento a los ocañeros.

La ciudad ya tenía un Instituto de Cultura y Bellas Artes, un coro universitario y una tradición musical. Por eso, cuando amas de casa, viejos y jóvenes le fueron trayendo sus instrumentos, Schutmaat pudo montar una Orquesta Sinfónica Comunitaria. Reescribió a Beethoven para reemplazar el corno por el saxofón, y cuando Wilson llegó con una tuba que “parecía caída del Challenger” le adaptó la partitura para que pudiera tocar bien con menos notas.

Que cualquiera pueda entrar no quiere decir que la orquesta desafine. Ha sido aplaudida en teatros de todo Colombia, y más impresionante aún, en las zonas de guerra como Aguachica, Cesar.

“Si la gente empuñara un violín en lugar de un fusil este país sería otro”, dice este ‘gringo’ ocañero descomplicado y mamagallista. El sabe porqué lo dice: el timbal le soltó la lengua a Mauricio, un niño al que un trauma había vuelto autista, y el chelo le devolvió la sonrisa a un viejo que se enconchó con la muerte de un hijo joven.

Schutmaat organizó otra Orquesta Sinfónica Comunitaria en Barranquilla. Le ayuda a su mamá, Pauline, que orienta allá una escuela de niños. A esa orquesta James le compuso el “tiempo de bamburrolao“, una mezcla de bambuco y currulao, y el “porrus bachanus”, un porro al estilo de Bach.

Además dirige el Coro de Cámara Hacaritama, donde cantan su mujer, Rosalba Carrascal, y 16 ocañeros más. De fama nacional, cuando lo invitaron a Caracas al Encuentro Internacional de Coros Vinicio Adames fue un éxito.

Les da clases a jóvenes y niños que forman una orquesta juvenil. Ensayan los fines de semana y a uno que siempre llega tarde lo manda despertar a su casa. “Es una madre”, dice una joven de unos 15 años que toca violín desde los 4.

Así es este ‘gringo’, largo, flaco y de pies gigantes, al que los ocañeros quieren porque sueña con repetir su orquesta comunitaria por todo el país, porque se ríe de todo y dice que si lo coge la guerrilla camino a un concierto se camufla de árbol, y, sobre todo, porque está convencido de que la paz no se firma sino que se siembra con la magia poderosa de la música.