Antonio Caballero.

MIL PALABRAS POR UNA IMAGEN

Un barril sin fondo: una columna de Antonio Caballero

El escritor Antonio Caballero comenta una fotografía, publicada en 'El Tiempo', del pozo por el cual se extrajeron dos tuneladoras que habían quedado sepultadas durante años tras el escándalo de corrupción de Samuel Moreno.

Antonio Caballero
26 de junio de 2018

Este hueco aterrador que parece llevar a los mismos infiernos –esos brillos ominosos que apenas relucen en la negrura de lo hondo– se hizo con las mejores intenciones. Tal como, según es fama, están empedrados los caminos que conducen allá. Más que empedrado parece encementado, y no me explico qué son esos grises pegotes circulares en el ocre rojizo de la pared vertical, como restos de una obra mal hecha, ni se me ocurre para qué pueden servir los tornillitos que perforan esa misma pared de dos en dos. En fin. El caso es que la buena intención del agujero consiste, si entendí bien el confuso enredo de lo que he leído en los periódicos, en enmendar los errores cometidos al excavar unos túneles que debían servir, no sé exactamente cómo, para contribuir a la descontaminación del río Bogotá: esa cloaca.

De los que descienden al pozo en una especie de frágil barca de Caronte colgada de cuatro cuerdas, el más alto, ese que abre la boca en una gran risotada de susto al tiempo que saluda con sobradez con la mano, es el alcalde Enrique Peñalosa. Setenta metros de profundidad dicen que tiene el pozo. Y allá abajo esos difusos brillos infernales son, al parecer, los restos a medio desguazar de dos colosales máquinas tuneladoras que se quedaron enterradas hacie siete años a causa de –¿lo creerá el lector?–, a causa de uno de los infinitos casos de corrupción que han caracterizado los gobiernos en Colombia en los últimos tiempos. En este caso, el gobierno distrital de Samuel Moreno.

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Las cifras del dinero en juego son estruendosas: para empezar, el costo de la construcción de este profundo pozo para rescatar las tuneladoras ha sido de 24 mil millones de pesos, cuando las máquinas mismas no valen sino 23 mil millones. O eso valían cuando eran nuevas. En realidad no valen nada ya, después de siete años sepultadas en el barro: apenas su peso en hierro viejo. Pero ese costo es insignificante comparado con el total del proyecto del cual los túneles abandonados entonces (porque las dos tuneladoras que avanzaban desde extremos opuestos no pudieron encontrarse: entre una y otra había una diferencia de varios metros de profundidad; y por añadidura al Acueducto de Bogotá se le había olvidado comprar el lote en donde debían empatar, con lo cual las obras se suspendieron y la empresa constructora –Odebrecht, sí señores– resolvió demandar a todo el mundo), los túneles entonces abandonados, digo (sí, ya sé que esto es complejo), y hoy vueltos a abrir, no son sino un elemento.

Lo que falta, ahora que el Distrito decidió reemprender los trabajos, va a costar cuatro y medio billones de pesos más. Y estará terminado –o eso es lo que dice ahora el alcalde Peñalosa: esa misma figurita de camisa azul que ríe mientras saluda o saluda mientras ríe y mientras baja al fondo de ese pozo sin fondo que conduce al infierno–.

Es lo que se llama tirar plata al caño. Ojalá esta vez sirva para algo.

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