Su nombre es Brad Pitt y en febrero cumplió un año. Tiene ojos azules, su mirada es tranquila y burlona. Su pelaje es claramente herencia de su madre, W4, mientras que esos ojos y párpados escurridos vienen de 2xGreySapphChron W3, su padre. “Muchos me consideran frívolo –dice, en primera persona, una descripción del gato–. Pero si me preguntan, soy mejor que cualquier otra cosa”. Los viernes, Brad Pitt se encuentra con un gallo para cantar canciones de Mariah Carey en karaoke.
Sia, la dueña de Brad Pitt, lo puso a la venta, y cualquiera podría tenerlo a un clic. Pero el pequeño Brad Pitt cuesta casi cinco millones de pesos, y no por su pedigrí. Brad no es ni siquiera un gato real. Como tantos otros, es un gato de internet, pero es único en el amplio océano digital: es uno de los 3,2 millones de gatitos “únicos-en-su-especie” que se pueden comprar en el portal Cryptokitties.co, en que los #catlovers del mundo han invertido más de veinte millones de dólares para hacerse de un compañero sin igual.
Y “sin igual” son las palabras clave. Cryptokitties es un videojuego desarrollado por la empresa Axiom Zen, que les permite a sus usuarios comprar, coleccionar, sacarles crías y vender gatos digitales e imposibles de copiar. Detrás de cada criptogato, hay un código único e irrepetible que hace que las características de Brad Pitt (o Catributes, como lo categoriza la página) solo las pueda tener él. Parece una tontería, pero este gato encarna una idea profundamente revolucionaria: es posible “poseer” algo en internet que no sea una copia.
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Hoy, la acumulación material es una metáfora, un acto de fe: acumulamos, sí. Sin duda “tenemos” más que antes, pero acumulamos de manera inmaterial. Por eso una de las muchas cosas que no se puede (¿o se podía?) hacer en internet es ser coleccionista, un acumulador de piezas únicas. La inmensa mayoría del contenido en internet son reproducciones de un código matemático, copia de una copia de una copia. En la red, la propiedad privada es una suerte de eco que se repite en cada esquina.
Pero no los Cryptokitties. En la base de este juego está uno de los avances tecnológicos más importantes de los últimos años: el blockchain (cadena de bloques), un sistema de verificación y registro de información que pone en el centro a los usuarios y que podría ser el andamiaje para un internet completamente diferente. Pero para hablar de blockchain, hay que hablar primero de las criptomonedas, otra tecnología que en 2017 parecía revolucionar el mundo financiero.
El enigmático señor Nakamoto
El dinero hoy tiene un equivalente etéreo en la red. Las criptomonedas han permeado nuestras sociedades al nivel de que gobiernos han diseñado una propia. Nicolás Maduro, por ejemplo, creó una criptomoneda a la que llamó petro para solucionar la crisis económica de su país.
Sin embargo, aunque las criptomonedas existan, pocos se animan a definir lo que son. Los más aventurados repiten la línea que arroja una búsqueda rápida de Google: se trata de un tipo de moneda digital, cuyas transacciones se mantienen por medio de computadores que resuelven problemas matemáticos que, a su vez, generan nuevas unidades de esa moneda y que, además, trabajan de manera descentralizada y con total independencia de gobiernos y bancos centrales.
Todo comenzó en 2008 con la publicación de “Bitcoin: A Peer-to-Peer Electronic Cash System”, un artículo firmado por Satoshi Nakamoto en el que sienta las bases teóricas de las criptomonedas y el blockchain. Este artículo y algunos correos electrónicos son la única prueba de existencia de su autor. Pero Nakamoto es tan real como los gatos digitales de Cryptokitties. Es, tal vez, un seudónimo de una persona o un grupo, y su verdadera identidad sigue siendo uno de los mayores secretos en la historia de internet. Y, sin embargo, el sistema financiero que desarrolló produjo un furor similar al de la fiebre del oro en 1848.
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El asunto es más o menos así: hoy todos los sistemas económicos tienen un ente regulador; un banco central que emite billetes y monedas, o un banco que lleva las cuentas y los registros de las transacciones monetarias que hacen sus clientes. Este sistema tiene varios problemas. El primero es su vulnerabilidad: las estafas digitales y la falsificación de billetes y monedas han existido siempre. Otro problema, que Nakamoto cita en su texto, es que ese rol de intermediación de los bancos hace que las transacciones de dinero –en especial las internacionales– sean muy costosas. Y un problema más es que, al tener los Estados la capacidad de regular lo que sucede con el dinero de una nación, el gobierno de turno tiene el poder de hacer lo que le venga en gana. Esto puede significar, por ejemplo, que para tapar una crisis económica decida imprimir más billetes, lo que termina por devaluar la moneda local y elevar los niveles de inflación.
Nakamoto creó un sistema en que los usuarios podían transferir dinero sin necesidad de intermediación y en el que, además, cada transacción queda registrada en un gran libro de contabilidad (el blockchain), en el que queda guardada también la hoja de vida y el recorrido de cada bitcoin y de los usuarios a quienes ha pertenecido.
La forma de hacer una transacción es a través de un “mensaje” cifrado, y quienes transan con bitcoins tienen una firma digital que es una máscara para ocultarse y, al mismo tiempo, una prueba de su existencia. El mensaje incluye también una instrucción: la persona A le manda x número de bitcoins a la persona B. Pero tiene así mismo una referencia a otras transacciones del pasado para que el sistema sepa que la persona A tiene bitcoins suficientes para hacer la transacción.
Lo verdaderamente revolucionario es lo que sucede después, y es que quien hace la verificación de ese mensaje no es una entidad, como un banco o un Estado, sino la misma comunidad. Estas transacciones son fuertemente protegidas por medio de criptografías, una manera de escribir códigos que solo pueden ser traducidos por medio de problemas matemáticos complicadísimos. Es ahí que entran los mineros, personas que invierten en computadores superpoderosos que, por medio de algoritmos, tratan de resolver los mensajes cifrados. Cuando uno lo consigue, la transacción se hace efectiva y entra en el blockchain, una suerte de hoja de Excel gigantesca que existe en los miles de computadores que forman parte de la red bitcoin.
En ese blockchain están los registros de todo lo que ha ocurrido con un bitcoin desde el momento en que fue creado. Esto hace que la aparición de bitcoins falsos sea –por ahora– virtualmente imposible y, al tener miles de copias del registro, las posibilidades de que el sistema pueda ser hackeado son ínfimas. Blockchain es un sistema que funciona solo, un Ciberleviatán de notarios acéfalos que regulan transacciones, y que llevan un registro absolutamente riguroso.
Y mientras la fiebre de los bitcoins parece atravesar un punto de inflexión –producto no solo de la caída de su precio, sino además del encarcelamiento de varios de sus creadores por acusaciones de lavado de dinero, por escándalos de estafas y por la aparición de legislaciones que han hecho que el negocio no sea la mina de oro que solía ser–, el blockchain, sin embargo, empieza a sonar por todos lados.
La idea de tener un registro universal y descentralizado, imposible de falsificar o corromper, podría ser la piedra angular de nuevas formas de gestionar información en internet: desde una manera de darles vida a gatos únicos como Brad Pitt hasta crear un mercado del arte para formas creativas que no existen de manera material.
Lo raro y lo escaso
Si bien el blockchain de Nakamoto fue el primero, no es el único. Hoy existen muchos otros como Ethereum, en el que se sostienen proyectos como Cryptokitten. Y detrás de estas nuevas propuestas hay gente como Jess Houlgrave, cofundadora de Codex Protocol y una convencida de que el arte y el blockchain pueden funcionar juntos.
Houlgrave lo llama el problema de la Mona Lisa. Viste una camiseta que dice “SATOSHI IS FEMALE”. Lo dice en una conferencia de agosto del año pasado en el Tech Open Art. Mientras tanto, un video beam proyecta una foto de la obra de Da Vinci y, alrededor, la Gioconda impresa en mochilas, chancletas, relojes, medias y vestidos. “Sabemos cuál es la Mona Lisa real. El resto son reproducciones. Sabemos que el cuadro es el que tiene un valor real. Puede que paguemos unos diez dólares por las chancletas, pero sabemos que no son la obra”.
Los millones de reproducciones que se hacen de la Mona Lisa no significan un problema para el cuadro original. Nadie que tenga la oportunidad de ir al Louvre y ver una de las obras más importantes de la historia del arte dejaría de hacerlo porque ya vio alguna vez la imagen impresa en una taza de café. De hecho, podría ocurrir todo lo contrario: una de las razones por las que este lienzo de Da Vinci es tan importante es justamente por su aparición, repetida e incesante, en la cultura popular.
Pero para los artistas digitales, cuya obra se origina y distribuye en medios digitales, el asunto es más complicado. “En el arte digital no sabemos cuál es el original –asegura Houlgrave–. Esto ha significado un problema real para el mercado del arte digital. Los coleccionistas aman ese arte, y algunos de los proyectos más interesantes están ocurriendo justo ahí, pero es muy difícil de coleccionar porque es imposible decir que algo es único y raro. Y la idea de la rareza y la escasez es muy importante”.
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Es bajo esta idea que funcionan los criptogatos, que se valorizan por medio de mezclas y remezclas de un código, cosa que los hace tan diferentes y particulares como sea posible.
La traducción para el arte digital es clara: “Podemos registrar una obra en un blockchain –dice Houlgrave– y crear una escasez artificial, una escasez digital, y así crear un nuevo mercado para el arte”. Blockchain es la herramienta perfecta para darle al arte digital la posibilidad de comercializarse desde esos valores clásicos del mercado artístico.
Hoy se habla del blockchain con el mismo optimismo con que en su momento se habló del bitcoin. Proyectos como Civil, un portal periodístico que pretendía usar el blockchain como herramienta para financiar sus reportajes, es uno de los muchos ejemplos de la manera en que ese gran libro de registro mancomunado podría cambiar el panorama de los sectores culturales y de la información. Sin embargo, Civil –que recogió 6,55 millones de dólares, menos de los ocho que se había propuesto– es también una prueba de que la panacea digital está aún lejos de ser una realidad.
Como el bitcoin, el potencial liberador y democratizante del blockchain es un desafío claro al statu quo. Y como ocurrió con el bitcoin, esas libertades podrían poco a poco llamar la atención del poder, y las regulaciones podrían empezar a aparecer. Pero hasta que eso ocurra, los nerds anarquistas de nuestros tiempos seguirán jugando a ser el Ciberleviatán.