La nadadora estadounidense Katie Ledecky. Tom Pennington / AFP

pasar fijándose

Cansemos

Por: Carolina Sanín

"La idea de que la mujer —o la niña— existe para mirarla es el antecedente de la idea de que la mujer —o la niña— está ahí para tomarla."

En estos juegos olímpicos de Río, como en todos los anteriores, cuando comienzan a transmitir una competencia femenina por televisión o por radio me tensiono. Durante la transmisión, el presentador llamará a las deportistas —también a las que son mayores de 18 años— “niñas”, pues se sentirá compelido a reducir a la minoría de edad a las magníficas atletas que lo superan en habilidad, en fuerza y en dominio del deporte que él pretende conocer. Y en algún momento, y luego en otro, calificará la apariencia de las participantes; dirá si le parecen atractivas, comentará sobre el atuendo que lleven y contará —si dispone de la información— si son casadas o solteras.

Me he preguntado si los comentaristas deportivos —igual que otros comentaristas de otros juegos nuestros, de la literatura, por ejemplo— se informan unos a otros enfáticamente sobre el atractivo que ejercen sobre ellos las mujeres de su campo para confirmarse que no se sienten atraídos mutuamente; para asegurarse de que no son homosexuales y pueden expresar su emotividad estando juntos (que se pueden emocionar con el deporte, que pueden admirar a los hombres atletas, etc.) sin por ello “mariquearse”. O quizás lo que pasa es que se sienten tan amenazados por el poder de las campeonas que tan pronto como lo reconocen tienen que anularlo —y anular la profundidad de su propia admiración— dando prioridad al sexapil, a la piel y el contorno, a la deseabilidad; es decir, realzando su propia fuerza —la fuerza de su deseo— en menoscabo de la fuerza de ellas.

Hay distintos grados de violación así como hay distintos grados de maltrato. Hay violaciones más traumáticas, definitivas y tremendas (penetraciones forzadas, abusos sexuales sistemáticos) y hay otras más leves, paulatinas, que construyen el andamiaje de la cultura de la violación y hacen que las grandes violaciones sean impunes y frecuentes. Todas las mujeres hemos sido víctimas de violaciones, menores o mayores, aunque no estemos dispuestas a admitirlo, pues preferimos pretender que tenemos un poder y una libertad que no tenemos, e ilusionarnos pensando que se nos da el respeto que se nos debe. A todas —al menos en el país donde escribo— nos ha tocado aguantar que un profesor o un entrenador nos dijera piropos o nos hiciera propuestas sexuales o tratara de tocarnos o nos tocara, o que lo hiciera un pariente, o que un médico se nos arrimara innecesariamente o nos hiciera preguntas que no venían al caso, y si no fue el médico fue el psicólogo o el cura (no ese cura que fue expuesto y condenado cuando acosó a niños varones, sino el que acosó a niñas durante años y siglos sin que nadie lo supiera o sin que a nadie le importara), o nos hemos sentido obligadas a hacernos las bobas —y a sentirnos bobas y, a continuación, a creernos bobas— cuando el jefe se quedaba mirándonos fijamente con cara de amor imbécil y no sabíamos qué hacer, pues no parecía haber nada que pudiera hacerse, o hemos sentido que era obligatorio bailar con el señor importante si nos sacaba a bailar en una fiesta del trabajo, o hemos ido a la cama con quien no queríamos, por pura culpa y miedo, o nos han metido en una cama estando borrachas.

La idea de que la mujer —o la niña— existe para mirarla es el antecedente de la idea de que la mujer —o la niña— está ahí para tomarla. Por eso, señores reporteros, críticos y comentadores en general: cuando sienten que lo que tienen que comentar sobre una mujer deportista o no deportista es lo físicamente atractiva que es, y anteponen esa apreciación a la de los actos, la capacidad y el desempeño de la mujer, están contribuyendo a la cultura de la violación. Sí, ni más ni menos. ¿Les suena histérico, les suena exagerado? No lo es: si todo lo que se puede decir de una mujer —o lo que primero se debe decir acerca de ella— respecta a su atractivo sexual, entonces se está insinuando que la mujer está ahí exclusivamente —o en primer término— para suscitar y complacer el deseo sexual del otro.

Es fácil entender la ecuación, así que háganse cargo. Y, mujeres, protesten cada vez que sientan que las reducen, aunque con ello parezcan monotemáticas, aunque resulten “menos atractivas”, a ver si un día nos libramos de esa maldita plaga y este maldito cautiverio, en el que, sin embargo, a tantas parece que les gusta permanecer. No es fácil admitirlo, pero en nuestra sociedad machista ser mujer es haber sido violada. Así que anímense a decirlo y a repetirlo. Porque, ya que parece que no vamos a persuadir con nuestra demanda, entonces debemos cansar para que al menos se reduzca el ímpetu de los violadores sutiles y de los explícitos.